Monterrey.- Cuando despiertas del trance hipnótico de una fugaz agonía que no llegó a concretarse en tu despedida de este mundo, ves las cosas de otra manera. El oropel mundano solo es eso, frivolidad, engaño, hipocresía. Un espejismo pletórico de luces, plumas y lentejuelas que te hace ver y creer lo que no es, solo cáscaras duras que ocultan la podredumbre de los frutos. La vanidad, por ejemplo, es un estado mental que encubre un serio complejo de superioridad, que a su vez disimula un aún más grave complejo de inferioridad.
El dinero para nada sirve si no lo inviertes en quienes amas, en tu salud o en tu educación, o por lo menos en cumplimentar tus sueños y proyectos de vida. El afecto real se circunscribe a unas cuantas personas de todas las que te rodean.
“En la cama de un hospital o en la cárcel es donde se conoce a los verdaderos amigos”, dicen. Te das cuenta de que lo más valioso que tienes es tu familia nuclear. El vivir de marcas o productos finos y costosos solo conlleva al derroche y despilfarro de dinero con el que no cuentas, con tal de mantener un “estatus social” que tampoco te corresponde.
Dejas para siempre, lo sabes, lo presientes, los pequeños vicios y excesos alimentarios que merman tu bienestar físico y mental, como la ingesta de carbohidratos, alcohol o el maldito tabaco. En fin, la pérdida momentánea de algunas de tus funciones vitales, sonreír a la vida, por ejemplo, te hace reflexionar profundamente que si no tienen buena salud no tienes nada. A pesar de su horror, esta fatídica pandemia nos está dejando cosas buenas.