Se regocijaba por ser cruel, ocultando su maldad en dosis de fingida ternura. Se vanagloriaba a sí misma, porque en el fondo era intolerante a sus congéneres. Cuando la adulaban solo establecían con ella una penosa relación de odio cordial.
Se solapaba en su poder económico, conseguido con sabe cuántas ofrendas corporales al dios de la carne. Era una puta, pues. Se jactaba que su fantástico mundo paralelo de armonía y confort le satisfacía, pero nada sacia un palpitante corazón de piedra.
Se enorgullecía de su perversidad, a sabiendas de que el daño causado es reversible y no tardó en golpearla la enfermedad más temible. Se llenó de amargura, inundándolo todo con su escarnio. Se fueron difuminando su belleza, poder y su innata soberbia. En realidad a nadie le había importado su fastuosa pero mísera y vacía existencia. Otrora reina, hoy solo carne muerta abandonada en el anfiteatro del hospital universitario.