Monterrey.- Menudita, discreta, amable, introvertida, su candoroso rostro, aún sin maquillaje, su busto de niña, cintura avispada y nalgas de ánfora griega, no las notaba nadie en el viejo almacén donde laboraba como intendente. Aunque durante el día pasaba totalmente desapercibida por su gris indumentaria y su aspecto desaliñado, en la noche se transfiguraba en lo que realmente era. Una diosa. Una belleza oculta, inadvertida, que ella sabía muy bien guardar.
Entonces, la fea oruga se convertía en una exuberante mariposa que levantaba murmullos y miradas de deseo por do quiera que iba. Los minivestidos entallados resaltaban las turgencias tentadoras de su cuerpo y más de uno deseaba tenerla entre sus brazos gozando con ella de los excelsos placeres sexuales que hábilmente sabía prodigar y los daba así, sin más, sin recibir nada a cambio.
Era un manjar para los dioses, una princesa real, esbelta, risueña, bulliciosa, bailaba como amapola al viento, era la dueña de la noche en aquel canta bar.
Irradiaba tanta energía y erotismo que los machos caían derrumbados a sus pies. La complacencia para sus amantes era su mejor carta, por eso todos guardaban celosamente su oscuro secreto.
Todos menos uno, el más oprobioso, siniestro, perverso, homofóbico. Al descubrirla le asestó un sinfín de puñaladas que laceraron su grácil corporalidad, con saña inaudita le arrancó los testículos y se los introdujo en la boca… Y aquella frágil, dulce, excepcional y hermosa criatura, acabó sus días en un mar de sangre que inundó de tristeza al mundo entero. La insensible parca no pudo tolerar tanta belleza.