Es como si llegaras a la cúspide de la cumbre más alta y sintieras la fatídica atracción del abismo. Como si arribaras al último punto del planeta e inevitablemente tuvieras que saltar al vacío. Sentir, con pavor, que eres el último sobreviviente de la tierra, el triste náufrago que ya no espera nada de nadie.
Los efectos son devastadores. Los seres vivos, por múltiples razones no pueden o no quieren venir a visitarte mientras los muertos que fueron cercanos a ti, te visitan en sueños.
Los objetos inanimados giran en torno tuyo provocándote vértigo. Derramas el agua de los vasos, la televisión te aturde, los ruidos metálicos y sordos te perforan los sesos. Intentas coger la pluma o el teclado pero las musas de la poética se niegan a complacerte y las letras de los libros que intentas leer danzan ante tus azorados y fatigados ojos.
Piensas hasta dolerte. Las ideas van y vienen rebotando alevosamente en tu craquelado cráneo, te confunden, te atosigan, te ciegan hasta hacerte creer en realidades que nos son. En tu trastornada mente el amor se convierte en odio y la felicidad en agonía, la depresión aturde, la amistad es inexistente, y todo parece tan real.
Piensas en todo, menos en ti, en la posibilidad de curarte, de salir de tu “mala racha” de daños fisiológicos, de las enfermedades (itis y osis) que se van acumulando en tu lacerado organismo.
Al parecer, inexorablemente jubiloso, te espera el bisturí. Seguro llegará, en plena primavera, dispuesto a cercenarte…