El tiempo enseña que nacionalidad o región, grupo o clase social de origen y de contexto, lenguas maternas, huellas genéticas, etcétera, conforman las condiciones en las cuales transcurrirán nuestros días. Sin embargo, dentro de los márgenes remanentes, tomamos decisiones y edificamos nuestro carácter y personalidad. De otra manera dicho, nos movemos entre la fatalidad y la libertad.
Al traer al presente las viejas imágenes de San Isidro o Pascual Orozco, mi pueblo, con las cuales comienzo, me es imposible dejar de cavilar sobre los cambios operados en el mundo entero desde entonces. Quizá ninguna otra generación de la historia haya presenciado y sido parte de transformaciones tan radicales y de tanta hondura.
Ya se ha dicho que la vida es la que cada quien vivió, en otras palabras, cómo la miró y cómo la sintió. Personajes y situaciones se parecen a cierto cuento de un gran cerro y de los pueblos circunvecinos. En cada uno de los caseríos que lo rodeaban, más o menos lejanos, se le conocía de manera diferente: cerro del Águila, del León, de la Sirena, según la vista que ofrecía y la imaginación de los observantes cotidianos. Así pasa con estas memorias, describo la cara de la montaña tal como la pude otear, según mis conjeturas y mis figuraciones.
Publicaré aquí breves fragmentos del texto general, que puedan quizá despertar la curiosidad y el interés por el viaje, ya largo, de quienes hemos visto la película completa: desde la primitiva vida rural, hasta la era de la cibernética.
Las solteras de la revolución
Había en la década de 1950, muchos veteranos de la lucha armada. Y también varios grupos de ancianas solteras que no pudieron casarse porque los hombres se murieron o desaparecieron. Estaban las Avitia, mis tías las Orozco, las Frías, las Almuina, de las que recuerdo. Fueron mujeres sin descendencia, cuidadoras de sobrinos. Recuerdo a las hermanas de mi abuelo, mi tía Esther y a mi tía María, chaparrita llena de amor. En su humilde casa les tomé sabor a los quelites, la verdura de los pobres, que son todavía de mi predilección. Mi tía Chepa era la mayor, lectora infatigable de la Biblia, libro que heredé, con una dedicatoria de su puño y letra. Contaban estas ancianas la tragedia sufrida por el pueblo después de la batalla de Cerro Prieto, ocurrida el 11 de diciembre de 1910. Con el alma en un hilo, cada familia esperaba que alguno de sus hombres no fuera de los muertos. Veintisiete sucumbieron allí, una sangría apenas soportable para un caserío de setecientos habitantes. Decían que llegaban los caballos todavía ensillados, bestias inteligentes reconocedoras de su nacencia y así se enteraban de que su dueño había caído.
Camilo Valenzuela
Esta batalla quedó grabada a fuego en la mentalidad de los lugareños, como puede suponerse. Varios de sus sobrevivientes llegaron hasta los días de mi infancia. Uno fue Camilo Valenzuela (El Resucitado), quien recibió un tiro en sedal, rodeándole la frente, y luego un bayonetazo en un costado. A mis doce o trece años, lo conocí cuando mi padre me lo presentó, y le pidió que me relatara su odisea. Me mostró las dos cicatrices, bien visibles, y luego me relató cómo la noche anterior se habían echado unos tragos de sotol y cantado El Abandonado, la canción preferida de Pascual Orozco. Resistieron hasta que se les acabó el parque y cayeron prisioneros; luego escuchó una voz de mando: “Fusilen a todos estos hijos de la chingada”. Les formaron el cuadro, los soldados dispararon y ya no supo más, hasta la madrugada siguiente, cuando se despertó por la helada y miró puros muertos en su derredor. “Le cambié las botas amarillas al finadito Alberto Orozco por mis huaraches y caminando llegué hasta mi casa en Basúchil”.
Continuará…