GOMEZ12102020

Mis memorias, 2
Víctor Orozco

Ciudad Juárez.- Doña Chepa Almuina. Los recuerdos sobre otros sucesos de la revolución eran incontables, puesto que los de una generación completa vivieron su niñez en medio de las desgracias venidas de las guerras. Doña Chepa Almuina, esposa de don Daniel Orozco, hijo del general Pascual Orozco, me narró cómo caminaba con sus hermanos los tres kilómetros que había entre su casa y la escuela, mirando en cada poste de telégrafo el horrendo espectáculo de los cadáveres colgados y descompuestos. Eran villistas ajusticiados por Pancho Reatas, como apodaron al general Francisco Murguía. Me contó también otro episodio fascinante, de la misma época, durante la cual cada familia sobrevivía a duras penas, entre la sequía, la gripe, las hambrunas y los saqueos. La suya poseía una espléndida mula, queridísima por cuanto de ella dependían muchas de las posibilidades de recoger alguna magra cosecha y otras ingentes tareas en el rancho. Un día llegaron quizá villistas o quizá carrancistas y se llevaron a La Sombra, poseedora de una gran alzada. Pasaron los meses, durante los cuales no cesaron los lamentos por tan desastrosa pérdida. Una tarde noche, mientras cenaban, gritaron azorados cuando por una de las largas y estrechas ventanas de la cocina, se asomó la enorme cabeza de La Sombra. Había caminado quién sabe desde dónde y en qué momento de alguna batalla había huido, estaba enflaquecida y estragada, llena de mataduras, pero había encontrado a sus dueños.

Doña Pantaleona Márquez
Cuando era niño, acompañaba a mi madre a la casa de una señora llamada Pantaleona Márquez, quien era costurera. La recuerdo de entonces alta, morena, esbelta, canosa. Quizá cuarenta años más tarde, mi madre me comentó que doña Panta, como le llamaba, todavía vivía y había ajustado ya los cien años, pero que estaba muy consciente. Fui de inmediato a entrevistarla y me encontré con una viejecita pequeña, enjuta, platicadora. Había perdido a un hermano en la batalla de Cerro Prieto y conoció el pueblo antes de la revolución. Su familia en 1910 vivía en Santa Inés, donde ella procuraba enseñar a leer a los niños. Aquí, la revolución comenzó porque no aguantábamos a los ricos, me dijo. “Fíjate que nos tenían cercados, como animales, pues don Joaquín Chávez había echado un cerco por medio de las casas. Muchos de aquí y del rancho (Santa Inés) se juntaron para alzarse en armas contra el gobierno, aunque no creas, tenían miedo y al último ya no querían, porque se acordaban de lo que pasó en Tomochi, donde mataron a todos los inconformes, pero pues ya estaban comprometidos”. La plática terminó con una sabrosa respuesta: “Oiga, doña Panta, ¿y cómo le ha hecho usted para vivir tantos años?” Alzó el brazo y con un minúsculo dedo enfatizó: “Nunca vayas con los médicos, porque te matan”. Ya mi mamá me platicó que doña Panta era además experta en yerbas medicinales. Cuando, entre veras y bromas, les he narrado a médicos amigos la anécdota, he agregado el agudo juego de palabras de don Miguel de Unamuno: “A los médicos se les muere el paciente por temor a matarlo, o lo matan por temor a que se les muera”. Así que doña Panta no andaba tan desencaminada, si algo parecido decían el insigne filósofo español y también Mahatma Ghandi. Para mi ventura, no seguí la recomendación de doña Pantaleona y de sus prestigiados avales, pues de otra suerte, quizá no estaría escribiendo estas memorias. (4 de septiembre de 2022.)