Tenía don Isaac otras habilidades como hacer “runes” y trompos a sus nietos, a puro cuchillo, sentado bajo uno de los sauces que poblaban las orillas del río. Allí también estaba el arcaico rastro, en donde mataba y destazaba a las reses: eran dos troncos con una horqueta al final, donde se alojaba una viga. Ésta, tenía una muesca que entraba en una caja perforada en la mitad de otra, la cual se giraba con un par de sogas amarradas en las puntas, para alzar el cuerpo de la res colgado de la viga que hacía de travesaño. Mi abuelo reservaba para las familias de sus hijos y nietos manjares como los machitos, (rollos de tripas con vísceras adentro) y las mejores chuletas y bistecs, o al menos así me parecían. De muy pequeño, caminaba con mi abuelo del rastro a su casa, con un balde de sangre destinado a un pequeño perro blanco y lanudo que iba todo el camino relamiéndose los bigotes. Nos moríamos de risa, viendo como el Popo se soplaba media cubeta y se iba inflando como globo hasta que, incapaz de sostener la panza, se caía y quedaba inmóvil por horas, pelando los ojos.
Mi padre viajaba seguido a la ciudad de Chihuahua, para comprar mercancía o vender semillas, becerros y cerdos. Mi abuelo Isaac se quedaba entonces con nosotros. Por la noche, encendía un cigarro y comenzaba sus relatos a la orilla de la estufa de leña. Fue entonces que me enteré de los apaches y de sus correrías por los pueblos. Circulaban, como de la revolución, cientos de episodios. En ese mismo tiempo leí el libro Nuevo León, del Doctor Encarnación Brondo –médico y notable escritor avecindado en Ciudad Guerrero desde principios del siglo XX–, el cual comprendía un par de capítulos sobre esta nación irredenta que hizo frente a hispanos y a mexicanos durante siglo y medio. El interés por los apaches, despertado en mi infancia, me ha durado toda la vida; y pude en mi madurez publicar una antología de documentos claves acerca de su historia, así como otro par de libros. Mi abuelo era hijo de Ignacio Orozco Armendáriz y de Severa Almuina, originarios del mismo pueblo. Su abuelo, José María Orozco Rodríguez, fue muerto de joven por los apaches, hacia 1850, en una de las incursiones que recurrentemente realizaban los guerreros indios por los ranchos de la región, para proveerse de carne y de bestias de silla. Es probable que de allí le vinieran su afición por el tema y su caudal de narraciones, recreadas y transformadas generación tras generación.
Fue arriero en sus años mozos, experiencia de la cual obtuvo otra porción de relatos, pues no había gentes mejor informadas y mejores portadoras de noticias y de fantasías que estos hombres cuya vida pasaba caminando o corriendo tras las recuas por todos los caminos, buenos y malos. Conocí todavía a algunos sobrevivientes de ese oficio milenario, cuya práctica se conserva en las aldeas de los Andes, según lo constaté hace unos años. Uno de estos arrieros lo fue don Juan Piñón, quien usaba un parche para tapar la cuenca de su ojo izquierdo. Fue el autor de un dicho muy popular en el pueblo, cuando había que referirse a espectáculos, personas u otras situaciones no merecedoras de gran aprecio: “Pa lo que hay que ver, como dijo Juan Piñón, con un ojo basta.”
Le gustaban a mi abuelo Isaac mis explicaciones inconexas y llenas de huecos sobre pasajes de la historia universal, leídas en un libro de secundaria de mi hermano Efraín, seis años mayor. Se divertía con el parecido que yo encontraba entre él y Otto Von Bismarck, en la famosa imagen de coronación del emperador alemán en el Palacio de Versalles: “¡Pero cómo voy a estar tan viejo y pelón!”