Mi abuela era de carácter enérgico y nunca la sentí cercana o cariñosa. Tanto por las facciones de su rostro como por el color moreno-rojizo de la piel, se rumoreaba que era de ascendencia apache, pues su madre Epifania Domínguez, habría sido capturada en su niñez y entregada a una familia de la capital del estado, como se usaba a mediados del siglo XIX con los infantes de la nación rebelde. Por ella nada se supo, pues nunca tocó el tema de su procedencia. Sin embargo, en indagaciones recientes, establecí gracias a la ayuda de Ivonne Thomson, tataranieta de Epifania, que ésta nació hacia 1851; sus padres fueron Pablo Domínguez y Refugio Valenzuela; y murió en 1900, según datos del acta de defunción. Sin embargo, existe el relato de que fue criada por una de las hijas mayores de Pablo y Refugio, de lo cual se infiere que no era hija carnal de éstos.
Epifania registró a mi abuela como hija natural en 1890, declarando que había nacido el 20 de diciembre del año anterior y luego casó con Manuel Franco, quien era quizá el padre consanguíneo. En todo caso le dio su apellido. Epifania tenía ya otra hija, llamada Ildefonsa Hernández, hija de Plácido Hernández. Ya huérfana, el hermano mayor, de nombre Manuel, “entregó” a mi abuela en la ceremonia de matrimonio con mi abuelo, llevada a cabo en la ciudad de Chihuahua.
Tras estas escuetas palabras que condensan la vida de Julia Franco en sus primeros años, acaso se oculten varias desdichas: la vulnerabilidad, la atroz discriminación padecida por los niños recogidos de las guerras apaches y de sus descendientes, también el resentimiento. Tal vez nunca pudo desprenderse de estos traumas, por ello no habló de sus orígenes. A pesar de las adversidades, gracias a su vivacidad, misioneros norteamericanos la acogieron en el Colegio Chihuahuense, instalado en la capital, de donde egresó preparada para enseñar y de donde emanó su adscripción al protestantismo.
Todos le llamaban la Señora Julia y se encargaba de dirigir la escuela primaria con dureza, podría decirse que con regla en mano. También, de arrimar a cuanto rapaz podía, niñas y varones, a pesar de la oposición de los padres. No se andaba por las ramas y sus palabras sonaban casi a injurias: “¿Quieres que tu hijo sea tan ignorante como tú y se pase la vida trabajando para otros?” Ni aun cuando la violencia de la guerra civil arrasó con todo, la mujer se arredró, enseñando en cualquier lugar donde podía reunir a su pequeña y escuálida tropa de infantes entre ires y venires de las tropas, ora de revolucionarios, ora de saqueadores y ladrones. Muchos le debieron las primeras letras y otros menos, haber cursado carreras como el magisterio y aprendidos oficios, tal cual me platicó una enfermera nonagenaria a quien entrevisté en El Paso, Texas en el año dos mil. Ella fue de las salvadas por doña Julia del atraso y la brutalidad. Vale la pena contar el episodio: esta señora fue hija póstuma de uno de los hermanos González, de quienes ya he hablado, caídos en los comienzos de la revolución; y cuando nació quedó con su madre a cargo de su abuelo, un hombrón acostumbrado a mandar y a que en su casa se le obedeciera sin chistar. Una vez, tocaron a la entrada y don Rosendo, que así se llamaba el dueño, abrió para encontrarse con la Señora Julia. A sabiendas o sospechando del motivo de la visita, intentó cerrarle la puerta, pero ella interpuso el pie y luego le espetó: “¿Con que derecho le impide usted a esta niña que vaya a la escuela? / Mire señora, ¡Aquí usted no manda! / Pues mande o no, mañana la espero con sus útiles y si no, vengo por ella con la autoridad”. Al día siguiente, me cuenta mi entrevistada, estaba yo muy bañada, con mi morral, en el salón de clases. Si no hubiera sido por la Señora Julia, concluye, en lugar de enfermera, habría sido sirvienta en San Isidro. La Señora Julia protagonizó muchos episodios a lo largo de su vida. En uno de ellos, salvó por lo menos a varias mujeres de vejámenes o algo peor y a otros hombres de la leva forzada a manos de las fuerzas villistas. Llegó por el telégrafo la noticia de que el caudillo, por entonces empeñado en cobrar venganzas y agravios, se aproximaba por tren a San Isidro. Unos corrieron al monte, otras se escondieron y el caserío quedó desierto. Julia Franco, discurrió de otra manera, pensando que eso poco o nada serviría para detener el asalto. Hizo marchar a los niños de la escuela hasta la estación del tren y los formó en donde pararía el vagón principal. Cuando Francisco Villa apareció en la puerta, la flaca valla comenzó a cantar el himno nacional. Se sabe del sentimentalismo agudo y contradictorio padecido por el otrora jefe de la División del Norte, de tal suerte que el espectáculo lo conmovió hasta las lágrimas, según mi tío Daniel, quien era uno de los infantes. Luego dijo unas cuantas palabras de agradecimiento y ordenó la partida.
A esa vida dura y azarosa de mi abuela y de los pueblerinos durante las luchas armadas, le sucedió una fase si no de prosperidad, al menos de cierta paz y de rutinas. En 1921 el pueblo recuperó sus tierras y se repartieron las parcelas. En la ceremonia respectiva, se consignó la presencia de la profesora Julia Franco, directora de la escuela, junto con los niños a su cargo, quienes presenciaron el acto agrario. Luego construyeron la escuela.
Hubo también anécdotas jocosas: En una ocasión visitaron el pueblo altos funcionarios: el secretario de educación del gobierno, el presidente municipal y el inspector escolar. Mi abuela los invitó cortésmente a tomar una copa de vino en su casa. Con ella vivía su hermana María, quien era totalmente albina y casi nunca salía a la calle para evitar los daños causados por el sol. Además, hablaba con voz gruesa, guardando poco o casi nada las formas. Se acomodaron en la sala y mi abuela pidió: “Por favor María, sírveles una copa de jerez a los señores /Qué les voy a servir Julia, si ya te lo bebiste”, fue la destemplada respuesta. Mi papá, quien entre risas contaba la anécdota, remataba: “Pobre de mi mamá, se puso más colorada de lo que estaba” y le seguía, regocijado, con otro lance parecido de su tía María.
No alcancé a tener a mi abuela como maestra, porque cuando llegué al sexto año, grupo a su cargo, se había jubilado y emigrado al Colegio Palmore en la ciudad de Chihuahua. Mas la traté de joven en esta ciudad y ya anciana retornada al pueblo.
Supe de la forma como enseñaba por un gran cuaderno de pastas duras originalmente usado por mi padre y comenzado en 1920, en el cual anotó sus clases, sus métodos pedagógicos y copió largos capítulos de libros, en sus tiempos difíciles de obtener. Mi madre, su alumna de primaria, contaba que reunía a los niños de quinto y sexto en su casa, en un cuarto sumamente helado. “Allí estábamos congelándonos, con los ralos suetercitos”, me decía. Entonces llegaba don Tomás y recriminaba a la señora Julia: “Pero cómo eres ingrata, cómo tienes a estos pobres niños aquí”; y nos llevaba a la cocina, seguidos por los reniegos de la maestra.
En una de las ocasiones que la visité, ya retirada en el pueblo, la encontré bien vestida, muy peinada y pintada. “¿Pues a dónde va? / Por ahora a ninguna parte, pero van a llegar las muchachas Araiza de Juárez a invitarme a un viaje. Ya les dije que soy una maleta, porque casi no puedo caminar, pero las acompaño a cualquier parte”. Las muchachas Araiza eran tres hermanas, quienes habían dejado atrás los ochenta años y sido sus compañeras de labores.
Cuando terminó el movimiento armado, Julia Franco dedicó buena parte de sus esfuerzos a enviar a sus discípulos a las escuelas normales. Fue así como muchos jóvenes del pueblo terminaron la carrera del magisterio, entre ellos mi madre, quien se convertiría en su nuera.
La Señora Julia murió en 1977, a causa de un accidente de tránsito en Ciudad Valles, San Luis Potosí, en uno de los viajes que tanto disfrutaba.