Mazatlán.- Después de los acontecimientos violentos en Texcoco, Estado de México, se ha reabierto un viejo debate en torno a los llamados narcocorridos. Se dice, por un lado, que este género musical representa una apología de los generadores de violencia y como antídoto algunos gobiernos, como los de Jalisco y Michoacán, han decidido prohibir su interpretación en cualquier evento social que se celebre en sus territorios, y por el otro, están, quienes, racionalmente, ven detrás de esta prohibición extendida una suerte de combate a las expresiones populares.
Vamos, la vieja historia sin distingo de que los corridos lo único que hacen es registrar los acontecimientos que ocurren en distintas regiones del país y que han generado intérpretes que llegan a concentrar a miles en eventos públicos.
Ciertamente, la discusión convoca el tema de las libertades públicas, a la pregunta de hasta dónde este ejercicio de libertad de estas manifestaciones “populares” -que, en realidad, obedecen a una industria empresarial que anualmente genera cientos si no miles de millones de dólares- interfiere, con las otras libertades y exige buscar el punto de equilibrio en beneficio de la sociedad.
Y es que los límites entran en conflicto con otros derechos o valores fundamentales como los de la seguridad, la dignidad humana o el orden público.
Ahora bien, es necesario distinguir entre una narrativa crítica de esas historias que se generan en torno a los negocios del crimen organizado, como de sus personajes legendarios y otra muy distinta, la apología directa o glorificación de la violencia.
Y para sopesar una y la otra, es fundamental considerar el contexto, el lenguaje y la intención. Bajo esa matriz problemática habría que distinguir entre los grupos musicales, canciones, escenografía y hasta el énfasis de los intérpretes.
Y es que no es lo mismo escuchar las historias que durante décadas nos han ofrecido Los Tigres del Norte a los corridos tumbados de cantantes y grupos como El Komander, Peso Pluma o los Alegres del Barranco.
La narcocultura es una realidad indiscutible con toda su parafernalia que va desde la capilla de Jesús Malverde en el corazón de Culiacán, la estética narca que se ha popularizado especialmente entre los jóvenes, los libros de culto, la cinematografía de largas series de exaltación de la violencia hasta los escenarios tumultuosos, donde se glorifican las “hazañas” de los personajes más emblemáticos del crimen organizado.
Entonces, como sociedad no estamos ante un problema menor, pues esta música en sus distintas variantes está en los espectáculos, los grandes y pequeños medios de comunicación, en las redes sociales y los centros recreativos.
Lleva entonces a preguntarnos cómo equilibrar la libertad de expresión y la protección de otras libertades que son igualmente constitucionales y que debemos salvaguardarlas para que una no se imponga sobre las otras.
Este es el debate de fondo. Reivindicar sólo el dudoso carácter popular de estas expresiones cuando hay una industria operando para reproducir mercantilmente estas expresiones que no surgen de las raíces del pueblo sí no de empresas dedicadas profesionalmente a su promoción es caer en la lógica interesada de ellas.
Se oye muy mal, en estos tiempos de reivindicación de libertades, prohibir o censurar expresiones viniendo desde posiciones de poder como son los casos de Alfredo Ramírez Bedolla, gobernador de Michoacán, o Pablo Lemus Navarro de Jalisco, que rápidamente provocan una polarización de opiniones.
Que adquieren además una dimensión superlativa cuando la atmósfera está cargada de acciones criminales y referentes mediáticos como son los casos del rancho Izaguirre de Teuchitlán o en la Feria Internacional del Caballo de Texcoco.
Ante esos sucesos, hay poco margen para que el gobernante reaccione ante una prensa exigente y pueda esgrimir otro tipo de argumentos más de largo plazo, más que el inmediato golpe sobre la mesa de la prohibición y la censura de este tipo de interpretaciones musicales.
Existe un serio déficit educativo que explica con qué facilidad se incuba este sistema de antivalores capaz de corroer lo sustantivo que se desprende de los principios constitucionales.
Y lo que más sorprende es que el llamado movimiento de la Cuarta Transformación no tenga una estrategia al menos uniforme de cómo combatir este sistema de antivalores. Y es así, como la presidenta Sheinbaum, se pronuncia en contra de cualquier prohibición y Ramírez Bedolla, gobernador de su partido, decide ipso facto prohibir o censurar.
Hace falta una reflexión de fondo no sólo en los partidos de la 4T sino en las instituciones representativas sobre este tipo de expresiones que, dicho de paso estamos exportando hacia otros países, de manera qué se extiende la estigmatización de nuestro país como un país de narcos.
Aquí cabe preguntarse con alto cilindraje qué están haciendo las instituciones de cultura para contrarrestar este estigma que se ha irradiado por el mundo. Sea que estén promoviendo espacios donde jóvenes y adultos puedan reflexionar sobre el contenido de esta música o la inclusión de curso de temas de alfabetización mediática y ética de la educación. No se ve.
En definitiva, si el gobierno de la República o de los estados, llega a decidir regular en medios públicos o plataformas digitales estas deberían ser transparentes, proporcionales, respetuosa del debido proceso y los derechos de autor fundada en criterios legales claros.
Así mismo, más allá del Estado, debe haber una corresponsabilidad donde artistas, empresarios, plataformas digitales y audiencias, estén en sintonía con una política, para ofrecer un producto que dignifique al ser humano y ponga a esos personajes legendarios exaltados a una suerte de dioses justicieros y que las masas frecuentemente violentas le deben culto en las grandes y estridentes catedrales de está música.