Ciudad de México.- La política migratoria mexicana siempre ha sido lo opuesto al mito que nos hemos contado como país. Salvo momentos históricos excepcionales y figuras que enaltecer por su labor generosa y hospitalaria, como política de estado el manejo, seguimiento y la inclusión de las personas extranjeras al país siempre ha generado reacciones negativas y controversia que está plasmada en nuestras leyes. Y conste que no me refiero al carácter festivo, fiestero y hospitalario de los mexicanos como nación, que en general, abre sus puertas al forastero e invita al que llega de lejos cuando de celebrar se trata. Me refiero a nuestro marco legal que sigue, desde hace décadas, los principios de contención, persecución y hasta brutalidad respecto a los inmigrantes en México. Solo para ejemplificarlo en un episodio que la mayoría desconocen, consideren que fue hasta 2008 cuando se despenalizó la migración sin documentos en el país. Es decir, fue hasta ese año, ya en pleno siglo XXI, que quedó establecido en nuestras leyes que quien ingresa al país sin documentos no debe ser acreedor de pena carcelaria, sino que es una falta administrativa. La decisión en el Congreso mexicano no crean que fue una decisión sin controversias y grandes debates a favor y en contra, sino que fue sobre todo una respuesta obligada ante la aprobación en esos mismos años, de una ley sumamente restrictiva frente a la migración indocumentada en Arizona, que a la larga sería la base de la política migratoria estadunidense actual. Lo grave es que aún aprobada en México la ley que prohíbe la detención injustificada de las personas migrantes, sigue siendo el pan de cada día. Por eso, no debe sorprendernos que la política migratoria mexicana sea tan rígida y con un fuerte énfasis en el control y rechazo de las personas extranjeras que transitan por el territorio nacional, o que buscan establecerse por aquí. Lo que no deja de sorprender, sin embargo, es que ni siquiera un nuevo gobierno que basa su discurso en generar un cambio de régimen, que se supone parte de una nueva visión humanitaria y solidaria, continúe la lógica de la exclusión legalizada y las prácticas discrecionales frente a las personas migrantes.
En una película entrañable como es Visa al paraíso, de Lillian Liberman (2010), se relata la hazaña del cónsul de México en Francia, Gilberto Bosques (1939-1942) que, pese a las adversidades por la avanzada nazi en Europa, aprobó miles de visas para que los que hubieran sido victimas del fascismo llegaran a México y reiniciaran su vida aquí. Es un capítulo que cuando se conoce llena de orgullo patrio a cualquiera y enaltece la decisión valiente de un servidor público de ofrecer un país a donde huir. Desafortunadamente al paso del tiempo, este episodio parece más ciencia ficción que recreación histórica, porque dicha gesta humanitaria no produjo un cambio profundo en las leyes migratorias mexicanas, salvo en situaciones muy acotadas, sino que preservó la esencia del marco legal vigente que regula el proceso migratorio a partir de principios que mantienen de una visión suspicaz, sospechosista y defensiva frente al extranjero. Dos ejemplos del momento lo exponen sin rodeos, el primero, la decisión del gobierno mexicano de imponer de manera unilateral visa a los ciudadanos de Brasil, Ecuador y Venezuela. El supuesto que está detrás de esta decisión es demasiado básico: “Seguro quieren aprovecharse de México para ir a Estados Unidos”; o aún peor: “a lo mejor planean venir al país para quedarse”. Ambos posibles supuestos contradicen el espíritu latinoamericano que tanto se enarbola como bandera del país que somos y que busca alejarse del credo neoliberal de pretender abrazarnos exclusivamente a Estados Unidos. Se supone que hoy la idea es volver los ojos hacia el sur, nuestra América Latina, pero entonces, ¿imponer visas a nuestros propios aliados en la región no es un acto de hostilidad injustificada?; ¿en serio alguien cree que las visas son un recurso que detiene el flujo migratorio cuando es urgente? A lo mejor habría que preguntarles a los millones de mexicanos que han emigrado a Estados Unidos si ese requisito los ha detenido alguna vez durante décadas.
El segundo ejemplo, por ahora, es el caso de la detención arbitraria y descomunal de personas extranjeras en el aeropuerto de la Ciudad de México, que se ha documentado desde hace años. De nuevo, no es un asunto desconocido ni de este gobierno, pero lo increíble es que no se acabe ya, que se mantenga como una práctica y una forma de tortura contra quienes, de manera selectiva, son detenidos incluso durante días por agentes migratorios mexicanos, sin derecho a comunicarse al exterior y sin recibir información sobre su situación jurídica. Además, aun cuando hubiera algún problema con el papeleo de ingreso al país, podría tratarse de una falta administrativa que puede llegar a aclararse, pero no hay forma de defensa. En el extremo de esta situación se encuentra la deportación exprés, sin que las personas tengan la posibilidad de apelar, siendo éste un elemento básico del derecho migratorio internacional.
Cuando se habla de cambio de régimen en México, el mensaje es muy potente y esperanzador, porque implica la intención de mover de fondo el estado de cosas, dejar la simulación en tantos temas y cambiar incluso los valores culturales hacia una nueva ética colectiva. Desde esta perspectiv,a la cuestión migratoria actual tiene que repensarse; e incluso, reimaginarse, ponderando una lógica humanitaria y realmente solidaria. Queda tiempo, pero urge hacerlo.