“Yankees, go home”
Consigna popular
En los años sesenta, además de Los Beatles, llegó al barrio la Alianza Para el Progreso, un programa asistencialista promovido por el gobierno de Estados Unidos como un mecanismo de penetración en América Latina en forma de víveres, entre otras, que se hacían llegar a los barrios pobres. Llegó también de la mano de este programa promovido por la organización Rockefeller e implementado por el gobierno de Kennedy, la campaña anticomunista de la que se colgó la iglesia para atacar a las religiones no católicas: estábamos, sin saberlo yo en ese momento, en medio de la Guerra Fría.
La situación daba pie a discusiones entre los adolescentes del barrio; quienes decían que no se debían aceptar los víveres por ser un atentado a la dignidad de las personas y aquellos para quienes la cuestión no tenía mayor trascendencia. Fueron mis primeras clases de política que me despertaron un sentimiento antiimperialista y, en contraparte, una identificación con la causa socialista. Eran los años de la ideología nacionalista que permeaba en todos los poros de la sociedad: las clases de historia en la secundaria, los discursos sindicalistas, la prensa y, por supuesto, el barrio. Recuerdo al “representante de manzana” cambiando la nomenclatura del callejón, el cual rezaba “Privada La Ferita”, por otro que decía “Privada Pípila”. La Ferita, me contaba aquella persona, era el nombre de una antigua fábrica de hielo de propietarios extranjeros (nunca supe si esto era cierto), en tanto que no había héroe más paradigmático para las clases populares que el incendiario del portón de la Alhóndiga de Granaditas en la histórica toma de Guanajuato realizada por el cura Hidalgo.
En aquel momento yo tenía otras preocupaciones de mayor relevancia para mi juvenil existencia, como lidiar con mis clases de la secundaria y ahí con un ser más perverso que la maestra Ernestina: la maestra titular de Biología. Ella no azotaba a los alumnos contra el pizarrón ni tenía una voz siniestra como aleteo de ave de mal agüero. No. Ella era de baja estatura, de mirada penetrante que se adivinaba por detrás de unos lentes de aumento y no recuerdo haberla visto nunca de pie; siempre sentada detrás de su escritorio dedicaba la mayor parte del tiempo a contar historias fantasiosas que contravenían de forma grosera y escandalosa cualquier principio elemental de la biología y sus procesos como la genética y la reproducción de los seres vivos. Como aquella historia que nos contó acerca de una chiva que había dado a luz a un crío con cabeza de humano. Pero lo más interesante era la forma que tenía de relatar las cosas: ademanes y gesticulaciones propias más bien de encontrarse en una pila de lavaderos de vecindad que de una escuela. Y como el ser políticamente correcto se aprende desde la escuela, las caras de asombro entre los alumnos no se hacían esperar fingiendo credulidad, otros disimulaban la risa que provocaban esas historias y la forma de contarlas. Pero como a mí nunca se me dio la corrección política, algún gesto de incredulidad y seguramente de burla debe haberme descubierto la maestra, de tal modo que me hizo ver mi suerte durante los tres años en que la tuve de titular, al grado de hacer trizas mi autoestima todo ese tiempo. Por fortuna el maestro Wenceslao Rodríguez, un maestro de la secundaria aficionado a la paleontología y precursor del que ahora es el prestigiado Museo Regional de la Laguna, me rescató de la guerra sucia, al enterarse del bullying del que yo era víctima, se ofreció a aplicarme los exámenes finales que me permitieron zanjar aquel laberinto de agresiones.
El museo lo inició el maestro Chelayito –que así le llamábamos de cariño al maestro Wenceslao- en unos salones que la escuela le asignó para tal fin; el maestro Chelayito hacía incursiones al desierto en busca de fósiles marinos y de restos de puntas de lanza y de flecha así como de otros vestigios que las tribus nómadas de la región dejaron en su errar por el norte del país.
Tiempo después, el museo se instalaría de manera formal en el Bosque de Torreón en donde se encuentra actualmente. En aquellos años el bosque, sus caminos pavimentados y sus veredas recibían a decenas de adolescentes pevecianos –con ese sobrenombre se referían en la ciudad a los estudiantes de la Escuela Preparatoria Venustiano Carranza- durante las horas libres que un horario flexible permitía entre clases. El bosque también llegaba a recibir durante el mes de abril a cientos de jóvenes y adultos desde la misma madrugada, ya que existía una tradición, de origen desconocido para mí, reconocida como “las mañanitas de abril”, la cual consistía en que la gente, desde antes de la salida del sol, se dirigía en grupos a caminar, hacer ejercicio o a practicar algún deporte tanto en la Alameda como en el bosque, las zonas más arboladas en la ciudad, entonces pequeña.
Al igual que en la escuela primaria, había una gran diversidad de recursos pedagógicos y didácticos, tantos como maestras teníamos. En la escuela secundaria que tenía por nombre Venustiano Carranza había también una rica variedad de personalidades. Recuerdo especialmente al doctor Carlos Monfort Rubí, de una prestigiada familia de médicos, quien siendo el director de la escuela, que alcanzaba hasta la educación preparatoria, acostumbraba a llegar en camión de ruta urbana. Siempre elegantemente vestido, el doctor Monfort viajaba de pie en medio de los estudiantes.
La maestra de música, Flores Aréchiga, fue otra de mis protectoras durante la secundaria, ya que padeciendo yo una miopía avanzada y no utilizar lentes de aumento, está por demás decir las dificultades para tomar las notas musicales del pentagrama que la maestra escribía en el pizarrón. Considerada, la maestra ponía una silla especialmente para mí cerca del pizarrón y contenía a la turba en que, también es fácil imaginar, se convertían los alumnos de vista normal. Como quiera y a pesar de todo, con la maestra Flores Aréchiga no solamente aprendí a solfear, sino además a hacer investigación bibliográfica sobre la vida de los grandes compositores de México y el mundo en la biblioteca pública en la Alameda. También, con el maestro Cueto Nicanor, titular en la materia de Historia de México, aprendimos el abecé de la interpretación histórica teniendo de texto el libro del viejo maestro revolucionario, entonces recién fallecido, José Mancisidor. El maestro Cueto era comunista, lo que lo hacía más admirable ante quienes simpatizábamos de manera intuitiva con el socialismo.
El primer año de preparatoria fue realmente liberador para mí, pues no solamente había logrado zanjar aquel escollo en que se había convertido la maestra de biología que estuvo a punto de echarme de la escuela, sino que además pude iniciarme en los principios del conocimiento científico: aprendí los principios de la mecánica clásica y de la óptica, así como de la geometría analítica con un mentor de apellido Valadez, muy prestigiado en la ciudad. Y el abecé de la química y sus experimentaciones con un doctor de apellido Mijares igualmente prestigiado como docente; así como las declinaciones del griego y el latín con un excelente maestro a quien conocíamos como El Magister, un personaje verdaderamente singular, pues en un simpático contrapunto con el director que viajaba con toda propiedad en el camión urbano rodeado de alumnos, El Magister viajaba en bicicleta, sacando de los bolsillos de su saco una pieza de pan francés para mordisquearla mientras pedaleaba.
Aquella era una escuela semi-militarizada donde se impartía una materia de prácticas militares que en realidad se reducía a enseñarnos sobre las posiciones formales que se debían adoptar en los eventos patrios, así como las posiciones al participar en los desfiles. Contaba con una banda de guerra cuyo uniforme era una réplica del uniforme de gala del Colegio Militar. Así que es fácil imaginar la gran simpatía que despertaba en los estudiantes el ejército.
Por cierto, por aquella época tuve un buen amigo cuyos hermanos eran militares y vivían en el cuartel de La Joya, en Matamoros, colindante con Torreón. El hermano mayor de mi amigo era un ingeniero militar a quien veíamos con admiración cuando visitábamos su casa al interior del área bardeada de aquel cuartel que una década después sería denunciado como centro de tortura durante la guerra sucia que el gobierno de Echeverría emprendió contra grupos guerrilleros.
Estaba también la influencia que desde pequeño ejerció sobre mí un viejo carbonero que tenía su despacho de carbón y leña en el barrio donde vivíamos. Aquel hombre había pertenecido al cuerpo de élite de Francisco Villa –nos decía- los famosos Dorados. Para sostener su dicho nos mostraba fotos antiguas donde aparecía montado a caballo con otros revolucionarios, todos con las cananas cruzadas sobre el pecho y sus enormes sombreros de paja. Nos contaba sus aventuras en la revolución que los niños escuchábamos sentados sobre los montones de carbón y leña de su expendio. Don Alejandro –que así se llamaba el viejo villista- vivía a un lado del expendio de carbón y leña; su esposa, una mujer adulta de baja estatura, trenzas y falda largas, tenía un amplio patio repleto de macetas con flores y un perico que, como todo buen perico que se precie de serlo, gritaba maldiciones a la menor provocación.
Todo este ambiente de apología sobre lo castrense me llevó a pensar seriamente en la posibilidad de aspirar al Colegio Militar.Sólo la conciencia de tener los pies planos y ser miope me convencieron de la imposibilidad de pretender seguir esta carrera.
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