PEREZ17102022

Olas Altas vistas desde una Suburban
Ernesto Hernández Norzagaray

Mazatlán.- Y vistas a través de unas gafas Gucci, desde la comodidad refrescante de una temperatura ad hoc, una compañía femenina olorosa a Chanel y una copa de whiskey single malt en mano, permite ver el mundo de otra manera, más gratificante, reconfortante.

Los atardeceres acrisolados, como un homenaje a la buena fortuna de haber nacido donde se rompen las olas, el estrépito marino, como el llamado para seguir esa buena vida y la brisa, con olor a sexo joven, como la bendición para seguir haciendo lo mismo, que es disfrutar del tiempo y la vida, que es efímera, dolorosamente efímera.

Esa atmósfera lúdica no se le hubiera ocurrido crearla, aunque sí recrearla, a Amado Nervo, el bardo nayarita; quizá tampoco a los poetas Juan José Tablada, Enrique González Martínez o a Pablo Neruda, en sus andanzas por estas tierras, aunque dejó un registro triste en Canto General.

Menos a la delicada escritora Anaís Nin, o a los vagos incorregibles de la generación beat, que con Kerouac a la cabeza llegaron un día a esta costa y disfrutaron de los acantilados y atardeceres, mientras consumían un poco de hierba.

Y es que Mazatlán con sus Olas Altas tiene una magia antigua desde antes de que le cantaran José Alfredo Jiménez o Fernando Valadez.

O que en ella se escuchara el fragor de la tambora, con el sonido suave y el ritmo amoroso del Niño Perdido, mientras abajo, a unos pasos, se rompían insensatamente las olas, dejando su espuma blanca.

Olas Altas no es el cemento, sino la bahía caprichosa que ha inspirado a los poetas y a los bohemios de la Fonda del Chalío, que a diario regresan, para ver el amarillo mar de Gilberto Owen, o descubrir, un día si y otro también, el fugaz rayo verde, oculto, caprichoso, en el horizonte infinito.

Pero ver Olas Altas desde una Suburban de última generación, luminosa como el rayo de un mediodía primaveral, es una cosa muy diferente.

Más terrenal, menos etéreo y con una gota romántica.

Es verla metamorfoseada desde el poder y desde el privilegio de tener una Suburban con chofer a la orden; y el chasquido de dedos significa orden y la respuesta inmediata de: ¡Diga usted, señor! ¿Qué se le ofrece? ¿Otro whiskey?

Todo lo mundano se ve pequeño, insulso, indigno de sus habitantes, que no saben de la buena vida, la buena fortuna, y menos cuando lo vulgarizan todo, cuando tiran basura a la bahía y comen churromaiz con salsa agridulce, mientras se bajan el atragantamiento grasoso con una ambarina que nada en un grotesco frasco de un Ballenón.

¡Qué gente!, nunca sabrá de las cosas buenas de la vida, y seguirán por los siglos consumiendo de espalda al mar su churromaiz, su salsa agridulce y el Ballenón.

Pero, qué culpa tiene la magia de Olas Altas, dirá el potentado mientras sorbe un trago suave del single malt, mientras los hielitos hacen ese ruidito jaibolero que se acompaña exquisitamente con la trompeta nocturna de John Coltrane.

Hay que poner orden, la plebe caguamera no puede estar dando este espectáculo y la autoridad soportándolo, ignorando, el bando del buen gobierno.

Y desde ese púlpito refrigerado, toma el celular y da la orden al secretario de Gobierno: ya no se permitirá que se siga consumiendo churromaiz y caguamas en el Paseo de Olas Altas.

Que si quieren hacerlo, que se vayan a sus casas. ¿Qué no se dan cuenta que dan mal aspecto a los visitantes? Me pongo en sus pies y ojos. Y es intolerable. Churromaiz y ballenas, ¡hmmmm!

Y el chofer acelera la Suburban con rumbo al Paseo del Centenario, y los de abordo se repliegan por gravedad; y los hielitos hacen de las suyas salpicando la ropa. Dejando sobre la tela el ligero aroma del single malt, mientras atrás queda una estela de humo que se pierde en el tronco y las hojas largas de las palmeras.

Ya en lo alto del Cerro del Vigía, el single malt ha hecho sus efectos y la silueta de Olas Altas se deja ver como el derrier de una joven mazatleca durante cualquier tarde del verano.

Con o sin lente Gucci.