Tampico.- Amanece y me vuelvo invisible. Como otros se vuelven católicos, o testigos de Jehová, o algún animal que reencarnaron en otra vida. Seguramente me va mal en esta vida porque fui malvada o perversa en una vida anterior. Pero no creo en la reencarnación, son sólo pretextos inocuos de mi fantasía para explicarme este castigo de tener que convivir con mis padres 24/7. No entiendo qué hice para merecer esta pesadilla de la cuarentena forzosa. Y me cansa oír que vamos a salir ganando, nos vamos a transformar en mejores personas. Yo me conformaría con volverme tigre, o lobo o vampiro. O simplemente invisible. Quizá esto es lo más sencillo: la invisibilidad. No ha sido fácil, no, es un proceso complejo, de larga duración, esto de volverse invisible. Y no sólo cuando amanece me transformo. A veces ocurre en forma inesperada. Por ejemplo, después de bañarme. Me seco, y de repente ya no veo mis dedos de las manos ni de los pies, ni mucho menos la punta de mi nariz. ¡Como por acto de magia! El mago deja caer un lienzo sobre la paloma que extrajo de su sombrero de copa. Su joven y bella asistente, en bikini cubierto de lentejuelas, gira alrededor de la mesita donde la paloma tiembla, la chica distrae la atención del público. Entonces el mago, tras unos ademanes misteriosos, levanta el lienzo y ¡zas! la paloma ha desaparecido. Como por obra de un espíritu emplumado, sabio y legendario, casi hombre, casi dios, una llamita que el viento apaga, ahora un simple soplo de aire perdido en el espacio inmenso que nos envuelve.
No ha sido fácil, no, nada fácil esto de volverme invisible, o transformarme en el fantasma de mí misma. ¡Cómo quisiera volverme invisible cuando Mamá me grita o me da una bofetada porque quiero defender a mi Papá!
Cierro los ojos y me lleno de fe, me arraigo de las raíces de la esperanza ¿esperanza de qué? La vida nos ofrece muchos caminos. Admito que aún no domino por completo el arte de la invisibilidad. Me esfuerzo, cierro los ojos y me concentro: viajo dentro de mí. Todo en mi interior es fresco, flexible. Quiero que el espíritu de la paloma me habite por completo: me llene hasta la punta de los dedos, hasta la punta de cada uno de mis cabellos. Lo importante es seguir practicando, hasta dominar el arte y transformarme cuando sea más conveniente. Por ejemplo, en este tiempo de encierro forzoso que padecemos por la malignidad de un miserable virus. Se trata, por supuesto, de un demonio invisible. ¡Qué envidia del virus que puede permanecer invisible todo el tiempo!
No es que todo lo de antes fuera formidable. De ninguna manera. Pero tener que convivir todo el día y toda la noche con mis padres es superior a mis fuerzas.
Mi madre se levanta, deja el libro y mira el reloj. Tiemblo: se acerca un huracán y puede acabar con mi mundo, con mi vida entera. Mamá está tomando medidas preventivas por si el pirata Lorencillo vuelve a atacar.
Lorencillo el pirata es el nombre de cariño que he dado a mi padre. Para mí, Papá es tan guapo como Johnny Depp. Quizá lo rebautice con el nombre de Jack Sparrow, pirata temible pero amoroso. ¡Ay, mi Lorencillo Johnny Depp con su barba partida y su mirada pícara, cómo lo amo! Siempre ha sido cariñoso y comprensivo conmigo. Mi princesa encantada –me dice– y veo en sus pupilas mi reflejo iluminado por la luz de su amor (aunque suene cursi, así es, ni más ni menos). Cuántas mujeres dieran el oro y el moro por tener en su haber el amor de Johnny Depp. Yo lo tengo gratuito y a domicilio. Pero por favor no se confundan: el nuestro es un amor filial, puro, inasible e inmensurable. Papá me ama tal cual soy y yo a él, igual.
Con la ayuda del amor paterno siento que puedo enfrentarme a cualquier adversario: me puedo reír del coronavirus en su cara, puedo desarmar de dos golpes de mi espada Excalibur al terrible demonio pandémico.
¡Ayy, pero mi madre acaba con todas mis esperanzas, pulveriza todas mis fantasías! Mamá sostiene que mi padre es un desastre. Opina que es un hombre pusilánime y perverso, un cobarde sin ambición alguna. Quisiera poder transformar su juicio con el mío: Papá es bueno y gentil.
Quiero volverme invisible cuando Papá llega tarde y Mamá no lo deja entrar. Esta noche ha colocado las sillas de comedor junto a la puerta de entrada para que no pueda abrirla. Entonces Lorencillo el pirata intenta derribar la puerta a patadas y golpes, grita iracundo y se pega al timbre y Mamá también vocifera y me cubro los oídos por el escándalo. Han despertado a los vecinos que nos gritan de cosas y temo llamen a la policía. Estoy que reviento de vergüenza y nervios. Me acerco a quitar las sillas para que mi pirata pueda entrar al puerto y mi madre me jala violentamente de los cabellos y me duele mucho y la rasguño y me pega una bofetada.
Cuando por fin logra entrar, mi Jack Sparrow llega trastabillando como si fuera un pirata de verdad, con una pata de palo. Corro a abrazarlo y Mamá me jala del cuello del vestido. Siento que me ahorca y toso porque me falta el aire. Papá quiere protegerme de ella y Mamá lo golpea en la espalda con los puños cerrados y Lorencillo vomita sobre la alfombra blanca de la sala. Esto es más de lo que ella puede soportar. Es fanática de la limpieza, sobre todo ahora con la amenaza del coronavirus. Entonces mi madre a su vez vomita una letanía de insultos a mi padre: ¡Inútil! ¡Borracho de mierda! ¡Eres un irresponsable, rata inmunda, sales a tomar cuando estamos en cuarentena! ¡Poco hombre, pones en riesgo a tu familia! Y llora y grita a todo pulmón. Papá también llora y masculla insultos: ¡Pastillera! ¡Higiénica! Yo me siento mareada y harta de tanto escándalo y agresiones y me transformo en un horrible monstruo, más horrible que el coronavirus. Lanzo un temible aullido: ¡Basta! ¡Me van a volver loca! ¡Ya no puedo más! ¡Chinguen a su madre los dos! Mis padres callan y me contemplan, asustados. Mamá corre a encerrarse en su recámara, dando un portazo y dejando afuera a mi papá. Pero me siento aliviada de que no se encierren juntos a seguir peleando porque temo se puedan agredir más.
Con tristeza e irritación contenida, ayudo a mi papá a quitarse la camisa mojada por su vómito. Le quito los zapatos y él se desploma en el sofá de la sala, entre hipos y mascullando excusas e incoherencias. Traigo una cobija de mi cuarto y lo tapo. Después me encierro en mi recámara a tratar de dormir un poco, porque mañana debo de estar presente y activa ante mi laptop para recibir mis clases virtuales y no quiero que los otros niños vean mi cara hinchada por el llanto, ni a mi Johnny Depp roncando en el sofá.