PEREZ17102022

PASADO Y PRESENTE
Allende, en la memoria
Pedro Alonso Pérez

Ciudad Victoria.- El 11 de septiembre de 1973 el mundo fue sacudido por una ingrata noticia: golpe de Estado en Chile. Aquella mañana, un grupo conspirativo de militares desleales y traidores encabezó una serie de ataques armados por tierra y aire a “La Moneda”, como se conoce al palacio presidencial de aquel país. Adentro y bajo fuego tupido –acompañado por un puñado de valientes– resistía Salvador Allende, presidente constitucional de la nación andina. El mandatario solo muerto abandonó aquella sede gubernamental bombardeada por aviones y tanques de guerra, consumándose violentamente el fin de la democracia y el ascenso de una junta militar que instalaba una dictadura en Chile. Así, esa fecha quedó grabada en la memoria colectiva de América Latina.

Recuerdos juveniles
Recién ingresado en la Escuela Normal Federalizada de Tamaulipas para cursar la carrera de profesor, supe de aquellos acontecimientos en el país sudamericano. Era un adolescente de 15 años que, el 11 de septiembre de 1973, apenas cumplía su primera semana de clases en este nivel educativo y no podía dimensionar el significado de la tragedia chilena que acaba de ocurrir, generando bastante inquietud en ciertos medios estudiantiles. Recuerdo haber visto a los pocos días, pasar por calles del centro de la capital tamaulipeca, una “marcha” de estudiantes universitarios que protestaban por el golpe de Estado en Chile y levantaban algunas demandas locales de sus escuelas. Aquellas imágenes se mantienen en mi memoria, aunque no tenga claridad si durante esa manifestación pública vi por vez primera una foto con el rostro de Allende, o fue desde antes en la prensa comercial cotidiana, o en algún noticiero televisivo de entonces; tal vez en el periódico mural estudiantil, que colocaron alumnos de los niveles superiores en mi escuela, para informar de aquellos hechos en los días sucesivos. Lo que sí sé, es que aquel brutal golpe militar y la imagen de Salvador Allende me marcaron, como a toda mi generación. El rostro del presidente chileno fue impreso permanente en esa memoria generacional. Era la faz dulce de un abuelo con lentes, clasemediero, serio pero bonachón, o eso me parecía; luego, por varias lecturas pude saber que en realidad veía la cara de un luchador social, hombre decidido y honesto, de profundas convicciones socialistas, sensible al dolor ajeno y generoso con los demás, médico cirujano de profesión y brillante político de izquierda que actuaba públicamente desde los años treinta en su país, dirigente del Partido Socialista, senador de la República y candidato presidencial en cuatro ocasiones, hasta que en 1970 ganó las elecciones y se convirtió en jefe de Estado.

El 11 de septiembre fue efeméride privilegiada por los estudiantes en mi ciudad durante los años setenta. En la Benemérita Escuela Normal, en la Facultad de Ciencias de la Educación y en el Teatro Universitario, se realizaban diversos eventos conmemorativos de esa fecha, siempre acompañados de imágenes con el rostro de Allende. Y siempre también con festivales culturales, como llamábamos a la participación musical del memorable “Grupo Latinoamérica” de larga trayectoria local, del “Tepochcalli”, efímero grupo normalista, o de intérpretes individuales que iban surgiendo. La música latinoamericana, la canción de protesta y el “canto nuevo” estuvieron ligados a la formación de una cultura de izquierdas en los jóvenes de aquel tiempo. Nos acompañaban Violeta Parra y Víctor Jara, entre otros. En todo el país, la solidaridad mexicana y el exilio chileno no permitieron que dicha fecha cayera en el olvido; por eso recuerdo también los grandiosos “festivales de Oposición”, el combativo periódico del Partido Comunista Mexicano (PCM), pues cada año acudíamos a este evento internacional para refrendar apoyo político y social a las izquierdas y al exilio chileno y latinoamericano en general, que abundaba entonces en México en aquella negra noche de dictaduras militares que asolaban a la patria grande.

Muchos años después, cuando ya cursaba mi estudios de posgrado en historia y era un adulto cuarentón que investigaba en el Archivo General de la Nación (AGN), en 2004 encontré varios documentos recién llegados al recinto de Lecumberri, eran de la tenebrosa Dirección Federal de Seguridad (DFS) y de la no menos temida Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales (DIPS) de la Secretaria de Gobernación, organismos de espionaje y represión actuantes durante el régimen autoritario que los mexicanos padecimos largo tiempo. Aquellos materiales de archivo referían, entre otras cosas, “la marcha estudiantil” de septiembre de 1973 que yo había presenciado de adolescente en Ciudad Victoria. Volví a ese recuerdo y pude fortalecer la memoria del acontecimiento, además de utilizar esos documentos en mis estudios históricos.

Memoria e Historia en Santiago
El 20 de noviembre de 2018 conocí la ciudad de Santiago. Viajé a la hermosa capital de Chile para participar en el IV Congreso de Historia Intelectual de América Latina que se realizó en este lugar durante los siguientes cuatro días. Instalado en el Hotel Gran Palace, donde se efectuaría el evento académico, esa mañana lo primero que hice fue caminar pocas cuadras del centro histórico hasta el palacio presidencial. Arropado por una mezcla de sentimientos llegué a “La Moneda”, edificio estilo neoclásico que data del siglo XVIII; de inmediato, a mi mente acudieron imágenes atroces que he visto en fotos y videos de los terribles bombardeos al recinto gubernamental, aquel 11 de septiembre del 73, con que Augusto Pinochet, el general traidor destrozaba la democracia y pretendía regresar el reloj de la historia instalando el fascismo en este país.

Sobre la Plaza de la Constitución, en una esquina tras el palacio, se encuentra una gran estatua del presidente Allende, como muestra de quién ganó “el juicio de la historia”, al final. Naturalmente, solemne hice mi propia guardia de honor, foto incluida. También recorrí algunas partes cercanas de Santiago. Enmarcado por la avenida Libertador Bernardo O’Higgins y otras importantes calles, el centro histórico integra edificios principales y antiguas construcciones, casi todas de arquitectura neoclásica en torno a la Plaza de Armas, la Plaza de La Constitución y la de La Ciudadanía. Ahí se levantan, la Intendencia Metropolitana de Santiago, los Tribunales de Justicia, el Ex Congreso Nacional, el Club La Unión, la Bolsa de Comercio, la Catedral Metropolitana y la Universidad de Chile, entre otras simbólicas edificaciones. Mientras caminaba, también llegaron a mi mente los acordes de aquella inolvidable canción de Pablo Milanés: “Yo pisaré las calles nuevamente, de lo que fue Santiago ensangrentada, y en esa nueva plaza liberada, me sentaré a cantar por los ausentes”.

La capital chilena es bella, de amplias alamedas, bastante arbolada, sembrada de grandes parques y jardines; pero más impresionante es ver en su cercano horizonte las cumbres nevadas de Los Andes. Santiago reúne tradición, modernidad y cultura; y aunada a las otras intendencias metropolitanas constituye una enorme concentración urbana, donde se respira seguridad y se admiran altos edificios de viviendas, gigantescas torres comerciales, centros financieros y modernos “Mall’s”. También es epicentro donde repercuten problemas sociales; en los días siguientes presenciamos aquí manifestaciones de la tensión creada en aquel tiempo por el asesinato de Camilo Catrillanca, cometido días antes por la policía: los “carabineros”. El dirigente comunero del pueblo Mapuche en la región La Araucanía ya muerto, seguía convocando a las protestas y nos sumamos a una de estas marchas hacía el Palacio de Justicia. En Chile, los movimientos sociales resurgieron desde años atrás, y pronto iban a reestructurar con sus luchas el sistema político y la democracia, la historia vivida.

El congreso internacional al que asistimos, reunía a chilenos, colombianos, peruanos, argentinos, brasileños y mexicanos, entre otras nacionalidades. Más de 130 historiadores y estudiosos de otras disciplinas de las ciencias sociales participamos impulsando nuevas líneas de investigación, para rescatar la historicidad del pensamiento y del lenguaje, reconocer el contenido polisémico y disputable de los conceptos y superar enfoques que tienden a sustancializar idearios e identidades políticas. Aquel 2018, Santiago fue la capital de la Historia Intelectual de América Latina, en este país austral que seguía cambiando no sin dificultades, por la herencia dictatorial y el “pinochetismo” ostentado por la ultraderecha. Al mismo tiempo, en México, estaba por empezar una nueva historia política con el ascenso presidencial de Andrés Manuel López Obrador.

50 años después, ¡Allende vive!
Los eventos conmemorativos a 50 años del golpe y la muerte física de Allende reunieron a varios presidentes, ex presidentes y otras figuras públicas latinoamericanas en Santiago de Chile. López Obrador entre ellos. El presidente mexicano, poco afecto a viajes internacionales, no podía faltar ni resistirse a la invitación; pues ha declarado muchas veces su admiración por Salvador Allende, el apóstol de la democracia en Chile, le llama; y lo compara con Francisco I. Madero, otro de sus paradigmas. AMLO también pondera el proceso democrático chileno de aquel tiempo, cuando un presidente, electo por el voto popular, intentó por medios pacíficos y democráticos transformar las estructuras de dominación económica y política en su país, para rescatar la soberanía nacional, luchar contra las desigualdades y emprender un programa de gobierno en favor del pueblo y en especial de los más pobres. La vía chilena al socialismo, como se conoce a este proceso histórico.

La conmemoración del cincuentenario enalteció aquel ejemplo y mostró una memoria viva del mismo, lamentablemente también resintió la herida abierta. Pues en Chile, la dictadura y su sistemática violación de los derechos humanos duraron muchos años. Tan solo el día del golpe y los subsiguientes asesinaron a más de 3 mil personas, y en 17 años de poder dictatorial mataron o fueron desaparecidos alrededor de 40 mil; desde luego los resabios de esa violencia perviven en la sociedad chilena. No pueden olvidarse tales agravios y sus huellas siguen presentes; incluso en medio de los eventos conmemorativos se revivieron esas marcas; mientras el presidente Gabriel Boric, un joven militante surgido de los movimientos sociales, caminó al lado de familiares que reclaman por los desaparecidos; la derecha más recalcitrante se negaba a firmar el llamado Acuerdo de Santiago, signado por todas las fuerzas políticas y las figuras internacionales presentes, para asegurar que nunca más se cometan hechos como el de 1973 y resolver toda diferencia con diálogo y más democracia.

En efecto, América Latina es hoy muy diferente en su vida política a lo que fue hace cincuenta años. Aunque se ha reconstruido la democracia y movimientos progresistas y de izquierda arriban al gobierno, fortaleciendo la vía pacífica y legal, no está permanentemente asegurado este camino. Las derechas han sido violentas y poco afectas a respetar las formas constitucionales, como muestran Paraguay, Venezuela, Honduras, Bolivia y Perú, entre otros lugares. Los golpes de Estado y el llamado “lawfare” no pertenecen a un pasado sepultado para siempre; y ningún país está exento de dicho riesgo.

Después del golpe cívico-militar, como se define hoy para no excluir la responsabilidad de la oligarquía y la derecha civil, Chile fue el laboratorio del neoliberalismo, las políticas económicas traídas de Chicago, que luego se aplicaron como ajustes estructurales por todas partes para salvar al capitalismo. Ahora, el desprestigio de tal programa político-económico es generalizado. También sabemos que la CIA y el Departamento de Estado del gobierno de Nixon –operado por el inefable Henry Kissinger– estuvieron detrás del criminal golpe, e incluso trataron de evitar el ascenso de Allende y la Unidad Popular desde antes. Los documentos secretos ahora desclasificados en Estados Unidos, van dando mayor luz sobre aquellos dramáticos acontecimientos, la historia se está reconstruyendo. Lo cierto es que, a la distancia temporal, crece la figura de Salvador Allende, mientras Pinochet y su junta militar se pierden en “el basurero de la historia”, si algo así existe. Y en Chile, como en toda América Latina, queda muy claro que, parafraseando al gran presidente sacrificado, la historia es nuestra y la hacen los pueblos. Todavía resuenan las últimas palabras de Allende, pronunciadas por radio aquel 11 de septiembre, cuando ante la sedición militar y la ignominia, él solo tenía la muerte como destino, pero hablaba con esperanza en el futuro de los demás: “Más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas, por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”. Por eso y muchas razones más, 50 años después, Allende vive.