Monterrey.- Amigas y amigos: como muchos de ustedes saben, cada 24 de diciembre, desde hace más de veinte años, me gusta recordar una historia muy antigua. La repito pensando en quienes han sufrido la pérdida de un ser querido. Especialmente hoy, esta Noche Buena de 2020, mi casa es la casa de ustedes.
Cuentan que un día, el Dios Júpiter, aburrido del cielo y de la corte celestial, se disfrazó de vagabundo y caminó por la tierra pidiendo posada. Nadie le ofrecía un vaso de agua ni un pedazo de pan, hasta que tocó la puerta de una humilde choza.
Vivía ahí una pareja de ancianos. Años atrás, el hombre y la mujer se habían distanciado. Ambos conocieron el mundo, la soledad y la nostalgia. Al final, un mes de diciembre, se juntaron de nuevo en esa choza. Fue ahí donde los encontró el Dios.
Sin saber el origen divino de su huésped, los ancianos le dieron de comer y le tendieron un lecho.
Agradecido, el vagabundo se despojó de sus harapos y convertido de nuevo en Dios, les dijo: “Pídanme un deseo. Yo se los concederé”.
Los ancianos lo miraron en silencio. Al cabo de un rato, el hombre habló: “Por vanidad o por orgullo, mi mujer y yo nos separamos, pero estamos otra vez aquí y no queremos que nada ni nadie nos aparte de nuevo. Te rogamos nos concedas la gracia de morir juntos, para que ninguno tenga que sufrir la ausencia del otro”.
El Dios accedió al deseo de sus huéspedes. Pasaron los años. Hasta que un buen día, mientras contemplaban el crepúsculo, el hombre le dijo a su mujer: “Es hora de partir”. Y ella le respondió: “Sí, también mi corazón quiere reposar”.
Cada uno se dio cuenta que el otro se llenaba de hojas verdes; sus brazos se cubrían de ramas hasta que una misma corteza los envolvió a los dos. El anciano dijo: “Adiós, compañera de mi vida, te pido perdón por haberte dejado alguna vez y gracias por todo”.
Se despidieron con un beso antes de convertirse en árboles. Quedaron abrazados, unidos, porque el roble y el tilo tienen un solo tronco y juntos habrán de vivir así eternamente.
No importa ser o no creyente para entender la frase de San Juan de la Cruz: “En el atardecer de nuestra vida seremos juzgados en el amor.”