Monterrey.- Los regiomontanos confundimos fatalidad con problema. Y no son lo mismo. La fatalidad no puede modificarse ni está sujeta a nuestra voluntad. El problema, en cambio, sí tiene solución.
Cuando decimos que los políticos son una fatalidad, incurrimos en un error: en realidad son un problema. Su condición de parásitos que crecen y subsisten a costa nuestra (de nuestros impuestos e indiferencia) tiene una solución: no votarlos y botarlos.
El senador Samuel García, por ejemplo, se ha convertido en modelo de político escandaloso. Eso provoca que se acentúe su condición parasitaria. Sin embargo, hay otros políticos que en la sombra, entre bambalinas, están cometiendo fechoría y media, sin que salgan a la luz ninguna de sus transas.
Estos políticos (con el respaldo de su grupo adinerado), compran diputados para su fracción en el poder legislativo, compran magistrados y fiscales; compran el voto en colonias populares y compran periodistas. Corrompen, manipulan y chayotean.
Como casi nadie habla de ellos, más que de vez en cuando, hacen lo que se les pega la gana. Y cuando algún osado los menciona, es para atenuarles sus pillerías: “es que en el fondo todos son iguales”, “hay que reconocerle su astucia, para fijarse objetivos”, “roba pero reparte”, “no tiene rival para hacer maniobras por debajo del agua”.
Esta ventaja del anonimato ventajista, del que navega de muertito, tiene sus réditos electorales: si su plan consiste en quemar a sus adversarios, ganarán siendo “los menos peores”. Y en realidad son “tan peores” como esos políticos que incendian las redes y meten la pata con tonterías verbales en Instagram.
Los políticos no son una fatalidad, son un problema, es decir, tienen remedio. ¿Cuál? Simple: exhibiéndolos en redes sociales, denunciándolos y sacándolos definitivamente del servicio público porque son parásitos. Y no sirven para mejorar nada. ¿Hasta cuándo los aguantará la gente?