Eran los 15 años. La época de los cigarrillos sin filtro, de los pasillos como extensiones angustiosas de las calles, y de la ciudad como un laberinto que crecía hacia adentro. Eran los 15, la edad de lo fácil que parecía tan difícil, del hambre en los bolsillos, de los amigos que corrían detrás de una pelota y luego recaían en las escalinatas de las iglesias para despotricar en contra de Dios y del Estado. Eran los 15, de los salones como peceras demasiado pequeñas, de las clases de álgebra y trigonometría que jamás resolverían la pérdida, el abandono o la muerte.
Bogotá resoplaba como un animal herido. Sus avenidas exhalaban un hálito negro y descompuesto. Las bombas seguían resonando desde los campos, el narcotráfico había aprendido a hacer silencio en las ciudades, pero en los montes el ejército, la guerrilla, los grupos paramilitares descerrajaban tiros a diestra y siniestra. Los campesinos quedaban siempre en medio del fugo cruzado, rezando, suplicándole a algo que los salvara de las garras del hombre.
Era el año 2000, en febrero más de 400 hombres armados incursionaron en el medio Magdalena y en sus tres días de trasiego asesinaron a más de 40 campesinos de los pueblos de Cantalito, Flor del Monte y Pativaca, hasta que llegaron al Salado. Allí sacaron a todos los campesinos de sus casas; a los hombres los ubicaron en la cancha de microfútbol y a las mujeres en las escalinatas de la iglesia. Luego los fueron matando, uno a uno, públicamente. Las madres observaron como los paracos asesinaron a sus hijos, los esposos a sus esposas, los novios a sus novias. Y el país en silencio, y las bibliotecas de Bogotá con su cacareo de gallinas de los miles de jóvenes que corrían buscando no perder sus semestres. A la mañana siguiente los jóvenes de las ciudades presentaron sus parciales, algún adolescente abría un libro, Rayuela de Cortázar quizás, y los habitantes del Salado recogían sus muertos para que los cerdos no los siguieran devorando.
Yo empezaba otro año escolar. Disfrutaba del silencio y de la soledad de los interminables zaguanes del colegio. Luego esperaba a que sonara la campana para salir a la plazoleta y poder ver a los ojos a Camilo Torres minutos antes de su fusilamiento. Después caminaba por la carrera séptima hasta atravesar la calle trece, era la tercera calle Real en los tiempos de Silva, luego descendía por esa Avenida Jiménez observando a los vendedores ambulantes, a las ancianas con sus piernas invadidas por las llagas, a los indígenas con sus pequeños en brazos arrojados como papel maltrecho sobre la calle, a los abogados transitar de afán bajo el frío cielo bogotano.
Las esperanzas eran pocas, se contaban en las monedas, se pesaban con la liviandad de los sueños. Quizás una canción, también algo de jazz como en Rayuela, pero especialmente era el rock en español, era Luis Eduardo Aute, Silvio Rodríguez, Roberto Camargo, Andrés Calamaro, Fito Páez, y en fin, tantos que llenaban de tribulaciones las tardes en que arribaba a la librería de Alejo, un hombre joven, cetrino, alopécico, de mirada cenicienta, sociólogo de la Universidad El Rosario, que se había cansado de trabajar para Célico, el gran librero de Bogotá, el dueño de Merlín.
Alejo me miraba compasivo, siempre escuchando esas largas rapsodias oscuras del metal, luego empezaba a enseñarme libros y más libros, me indicaba que debía leer a Conrad, a Maupassant, a Nicanor Parra, a Roa Bastos, a Baudelaire, a Cendrars. Yo tenía ahorrar lo de mis onces, que siempre fueron escasas, para poder comprar un libro a la semana. Debía comprar las ediciones económicas que a buena suerte imprimían las editoriales, pero después del último descalabro económico de mi mamá, con quien me veía cada quince o veinte días, el dinero escaseaba más. Así que Alejo me propuso cambiarme los libros que le había comprado con la única condición de mantenerlos en perfecto estado.
Fue la salvación. Entonces los viernes me dirigía siempre a la librería de Alejo y me llevaba Opio en las nubes, Érase una vez el amor pero tuve que matarlo, los cuentos completos de Dickens, facsímiles de antologías de cuento latinoamericano. Me encerraba en casa los fines de semana a devorar libros, a repasarlos, a dejarme arrastrar por la mansedumbre de los hombres que lloraban sus tragedias en medio de las páginas, o de las mujeres que engañaban a sus parejas, o a enceguecerme como los personajes de un libro de Pamuk con Aura de Carlos Fuentes. Hasta que un día Alejo me ofreció, como si me entregara un elemento sagrado, un osario con las cenizas de su madre, una hostia bendecida por Caín, el libro Rayuela de Julio Cortázar.
Por ese entonces, a los 15, mi edad difícil, solitaria, del abandono, cuando estaba incursionando en Camus, Kierkegaard, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche y todos esos apóstoles de la nigromancia, ya había leído algunos de los cuentos memorables de Cortázar, y me habían partido el alma. Especialmente ese cuento titulado Manuscrito hallado en un bolsillo en el que un hombre juega a enamorar a mujeres que se fijaran en el reflejo de su rostro proyectado en las ventanillas del metro de París, y de ese otro cuento en el que un hombre se enamora de una niña inexistente. Así que cuando empecé a leer Rayuela, esa misma tarde mientras el cielo de Bogotá declinaba y las palomas eran un sola nube de cantos sobre la Plaza de Bolívar, supe que siempre, el libro y yo, habíamos estado buscándonos sin saber que nos encontraríamos.
Al comienzo también me extravié en las páginas de Rayuela buscando algo que no sabía qué era, pero era algo parecido a la Maga, aunque no propiamente una mujer, sino la salida, el hueco, el abismo, el accidente, aquello que rompe con la rutina, que descalabra el paso lógico y silencioso de las horas, la coartada para seguir muriendo sin tener conciencia de que se está vivo. Entonces recorrí las calles de París como si fueran las de Bogotá, bebí algún vino barato acodado contra el alféizar de la ventana de mi cuarto esperando a que llegara Gregorius, Horacio, la misma Maga, Oliveira a salvarme de mí, de lo que era y lo que hacía con mi vida.
Pero la salvación siempre debe estar adentro, y Oliveira lo sabía cuando no soportaba el llanto de Rocamadour enfermo, cuando no toleraba la ignorancia de la Maga, cuando todo en ella era calor, sudor, sexo, anocheceres extraviados en el bit de la música, en el aullido desgarrado de las trompetas y los saxofones, en el humo de los cigarrillos que regurgitaban como las voces de esas cantantes negras que se batían en contra de la noche en medio del escándalo de los bares de París, y Oliveira huía al fondo.
Yo regresaba el libro a la mesa de noche, sorbía lentamente el vino de la inocencia, sintonizaba La noche de los lápices de Saint Jordi o Los amantes del círculo polar de la UD estéreo de donde salía la voz de Charlie García anunciando que los dinosaurios desaparecían, o la voz desastrada de Joaquín Sabina hablándome a mí, de los peces de ciudad. Luego retomaba el libro, las largas noches de embriaguez del club de la serpiente, de los bemoles de la batería, de las cartas maravillosas o los soliloquios de la Maga a Rocamadour, cuando tanto lo extraña, de los besos lejanos, de las premoniciones, de los prendedores obsequiados con la desidia de aquel que quiere partir sin dejar mucho dolor en sus huellas lejanas.
Hasta que llegaba la madrugada con sus escándalos, con sus paseos nebulosos, con sus ensueños, con el afán por dormir para levantarse temprano y así poder hacer lo importante, como sentarse en una silla sin moverse para mirar fijamente a un profesor idiota a quien la química o la física o la misma filosofía le parecían la única verdad, o por lo menos la forma de resolver los misterios y el dolor que deviene del mundo. Pero yo daba vueltas en la cama, sudaba, veía estrellas como saxofones brillando al fondo de mi cuarto, escuchaba la risa de la Maga que crepitaba con el parto del sol en el poniente.
Y aún el jazz, las meditaciones astrofísicas, las disociaciones, el silencio, los paseos por la carrera séptima, el colegio del que tantos y tantos jóvenes se arrojaron desde el quinto piso para aplastar sus pesadumbres, los amigos a quienes compartí la Rayuela como si la vida misma fuera un juego que no tuviera fin, que solo se compone de alteraciones, de cambios bruscos, de técnicas de sobrevivencia. Y aún en la mano la Maga, su voz diciéndome: «Bebé Rocamadour, bebé, mon bebé. Rocamadour: Rocamadour, ya sé que es como un espejo. Estás durmiendo o mirándote los pies. Yo aquí sostengo un espejo y creo que sos vos. Pero no lo creo, te escribo porque no sabes leer. Si supieras no te escribiría o te escribiría cosas importantes. Alguna vez tendré que escribirte que te portes bien o que te abrigues. Parece increíble que alguna vez, Rocamadour. Ahora solamente te escribo en el espejo, de vez en cuando tengo que secarme el dedo porque se moja de lágrimas. ¿Por qué, Rocamadour?
contacto@musicaparacamaleones.com.mx