Monterrey.- ¿Será muy pronto para que las selfies, los archivos electrónicos y la pasarela social y profesional sean más importantes que esos objetos de papel llamados libros? Al menos en el norte de México ya lo estamos viendo.
No apostamos ya a la muerte del libro, sino a la necesidad de cargar tanta caja, para tener muebles repletos donde muy apenas se mueve la cuarta parte de la exhibición. Me consta que nadie piensa en las hernias ni es la ciáticas de los empleados de librerías que deben descargar desde la parte trasera de CINTERMEX cientos de cajas y llevarlas a las áreas reservadas para sus stands.
Hace unas semanas tuve un chequeo médico y la empleada de enfermería me pidió que le mostrara mi ombligo. Al preguntarme qué trabajos he tenido asintió al comprobar que laboré en un par de editoriales nacionales (en una de ellas más de seis años); y agregó: “¿cargaba pesado, verdad?”
En este artículo pude haber opinado sobre esos escritores que al paso de los años tienen la suerte de conseguir un padrino en gobierno o en una universidad y terminan como funcionarios editoriales viendo a los demás escritores locales por debajo de su hombro. Pudiera escribir también sobre los gerentes que hacen malas caras cuando los vendedores les piden su hora de ir a comer, porque no los dejan comer en el stand. O cuando deben desmontar el último día y no les quieren llevar de cenar y al último tampoco consiguen camión ni taxi para regresar a sus casas.
En las Ferias del Libro hay gente que batalla. No todo es ir de paseo con la novia y en vez de comprar libros terminar con dulces y una hamburguesa del Wendys, o cenando en el CHILIS de enfrente.
También están los escritores que se creen rockstars, convencidos de que una feria de libro es el equivalente a estar en una entrega de los Premios Oscars. Pero si eso sucede con los escritores locales, no se diga con los nacionales, que se dejan mimar por el representante de su editorial y les parece divertido ignorar al periodista para seguir platicando con un colega también estrella nacional.
Quizás a los escritores no les importan los lectores, quizás a los lectores tampoco les importan los escritores.
Lo que sí vemos, son cada vez más espacios diseñados “distraídamente” para selfies. Hay pasillos coloridos, logos gigantes, portadas de los libros de moda y mucha decoración.
¿No sería más sencillo y claramente honesto si nos libramos de tantos kilos qué cargar? Pantallas táctiles como las cajas de autocobro de tiendas de supermercado y negocios de hamburguesas, donde puedas ver un tráiler del libro que te interese (eso de los booktráilers me parece irónicamente gracioso porque ¡funciona!), leer la ficha del autor y te aparece el precio. Allí mismo pagas con tarjeta de débito, crédito, nómina o vales de despensa (o imprimes un ticket para ir a pagar a la caja del stand) y registras la dirección o apartado postal de que dispongas. Si es un local pequeño, pues que el vendedor te permita la tablet de la empresa.
Y ya con eso sólo tienes espacios llenos de pantallas, área de snack, área de talleres infantiles (que eso es otro tema) y el “¡Oh, allí sí hay libros en físico!”, de esos eventos comprometidos llamados Presentación de Libro.
¿Cuántos ejemplares físicos se venden en una presentación de libro? Puede variar, desde la chica escritora independiente que le vende un libro a cada prima, tía y hasta a la abuelita; o un motivador profesional que tiene programa de radio o tv, o la youtubera que hace contenido de temas raros y de repente ya es escritora de libros raros.
Muchas veces he insistido que en las presentaciones de libros deberían vender servilletas de papel con una impresión a todo color de la portada y un espacio en blanco para el autógrafo del autor. ¿Para que comprar un libro y pedirle la dedicatoria a quien lo escribió, si muy posiblemente la mayoría ni se leen?
Pero bueno, dejo aquí mi propuesta y también dejémonos de la pose libresca... a final de cuentas, ¿a cuántos de los que asisten a una feria del libro (al menos en Monterrey) les importan los carajos libros?