Ciudad Juárez.- El 10 de mayo pasado, acudí a la Casa de Adobe donde un entusiasta grupo de artistas y promotores culturales, realizaron una representación de la toma de Ciudad Juárez por las tropas revolucionarias ocurrida ese mismo día, pero de 1911, es decir hace 110 años. Como es sabido, la caída de la ciudad fronteriza precipitó la renuncia del viejo dictador general Porfirio Díaz, después de 33 años de permanencia en la silla presidencial.
A raíz de esta batalla, se firmaron los tratados o convenios de Ciudad Juárez en los cuales, por una parte, se alcanzó un objetivo central del movimiento armado maderista, que era el cambio en la Presidencia. Sin embargo, se aceptó que el sustituto del general Díaz sería el ministro de relaciones exteriores, lo que implicaba la renuncia también de Francisco I. Madero al título de Presidente Provisional que le había conferido el Plan de San Luis Potosí, hasta ese momento la bandera de los revolucionarios. Fue por tanto esta acción de guerra un suceso-bisagra en la historia nacional, pues puso término a una larga etapa histórica que Daniel Cosío Villegas bautizó como el porfiriato, un gobierno autoritario y al mismo tiempo impulsor del capital, sobre todo del extranjero.
Otra cara del acontecimiento es aquella en la cual los protagonistas son los soldados-campesinos y sus caudillos, -de los cuales los de mayor renombre son Pascual Orozco, el comandante en jefe y Francisco Villa, uno de los coroneles nombrados por Madero- cuyo estudio y recuerdo por supuesto despiertan una mayor atracción. De hecho, la conquista de la ciudad fronteriza fue una hazaña popular, ejecutada por un ejército de pobres, según los llamaba Guissepe Garibaldi uno de sus jefes: “La notable diferencia entre el ejército de la revolución mexicana y las fuerzas militares de otros países…consiste en el hecho de que estos hombres sin ninguna educación militar, sin jornal de ninguna clase y sufriendo toda suerte de privaciones, han sido capaces de llevar a cabo una campaña eminentemente afortunada…ellos mismos se proporcionan sus caballos y armas y no reciben ni piden sueldo alguno…en el cumplimiento de sus deberes, que les asignan sus jefes, cada uno puede obrar por su propia cuenta, según lo juzgue mejor y la fidelidad con que cumplen estos deberes es lo que los hace tan eficaces en los combates… No hay ebrios entre ellos y el juego no se conoce en sus filas.”
Hasta aquí el referente de los datos históricos. Mis cavilaciones ahora se refieren a una especie de “presentización” de este este hecho, con todos los riesgos que ello implica. Es decir, trato de buscar paralelismos, ejemplos, lecciones, experiencias, derivaciones entre lo ocurrido hace un siglo y los sucesos actuales. Francisco I Madero, era sin duda un demócrata y un poco menos un reformista social. El acento de su lucha estaba puesto en las cuestiones políticas, sintetizadas en el famoso lema “Sufragio Efectivo. No reelección”. No sólo se pretendía fundar el gobierno en los votos y en impedir la eternización de los funcionarios en los puestos púbicos como aconteció durante el porfiriato. También se trataba de hacer eficaz la separación de poderes, recuperando la dignidad del legislativo y el judicial, perdida desde la época de la república restaurada.
Sin embargo, con ser de vital relevancia este conjunto de exigencias, no bastaban, no podían bastar, para que los hombres y mujeres de abajo, decidieran ir a morirse en una guerra civil. Tenía que haber una motivación mucho más poderosa y ésta era la esperanza de mejorar su situación económica y la de sus familias terminando con los privilegios de una minoría rapaz que acaparaba las tierras, las industrias, los ferrocarriles, el comercio fundiendo a gobernantes con los dueños. Sabían que mientras este acaparamiento de la riqueza social prevaleciera, se hacía imposible que un hombre o una mujer trabajadoras traspusieran las murallas sociales alzadas por este sistema. También, que uno de los mecanismos claves para aceitar y sostener la maquinaria era la corrupción, es decir el uso del erario para beneficio privado.
El debate actual en muchos sentidos reproduce el de entonces. La revolución maderista tuvo éxito y triunfó, porque miles de campesinos, rancheros, empleados, mineros, ferrocarrileros vieron en ella la posibilidad de superar sus condiciones de vida. El movimiento encabezado por Andrés Manuel López Obrador, atrajo a millones de votantes que le dieron el triunfo en 2018, por sus propuestas sociales: elevación de salarios, apoyo a estudiantes, a madres solteras a los ancianos, a los jóvenes. Y, al igual que entonces, porque estaban hartos de mirar a los enriquecidos funcionarios meter la mano en el cajón del tesoro público.
Mucha de la oposición al gobierno, sobre todo de los intelectuales, está cifrada en la pura crítica política, pero no han dado muestras de que les interese lo que antiguamente se llamaba “la cuestión social”. El grueso de sus ataques al gobierno, son preventivos: es decir, advierten sobre el riesgo de una dictadura, pero no pueden acreditar que ésta lo sea, porque es imposible: para empezar, siguen golpeando con todo al titular del ejecutivo, día a día, hora a hora, sin que nadie les haya tocado ni con el pétalo de una rosa. La última novedad en la oposición es la integración a sus filas de Porfirio Muñoz Ledo, el político en activo con mayores experiencias en el ejercicio del poder quizá en la historia del país. Lo leo y lo escucho con la atención y deferencia que siempre le he tenido, pero no encuentro otra cosa que agudezas verbales, acomodos de sucesos según la oportunidad, (como el aprovechamiento de la tragedia de Tláhuac), reclamos anticipados por una supuesta prórroga del mandato y discursos por el estilo. No advierto en el veterano funcionario ni sombra de preocupación por los graves problemas sociales que están tratándose en las políticas públicas del gobierno.
Recorro con la vista los cerros pelones que circundan el minúsculo cuartel general de la revolución en el punto de intersección de los estados norteamericanos de Nuevo Mexico y Texas y de Chihuahua. Y pienso: aquí se congregaron dos o tres mil campesinos armados para atacar a la guarnición militar de Ciudad Juárez. Ya muchos de sus amigos, familiares y paisanos habían muerto en los previos encuentros con las tropas del gobierno. Varios de los consejeros y miembros del equipo cercano a Madero, pensaban que bastaba el programa democrático para considerar triunfante a la revolución.
Pero ¿Qué pensaban estos soldados improvisados del asunto? ¿Valía la pena arriesgar vida, patrimonios, familias, esperando que unos señores de la ciudad discutieran interminablemente entre sí sobre el reparto del poder? Ciertamente no. Por ello estaban impacientes por atacar la ciudad y por eso se sintieron terriblemente frustrados cuando el 8 de mayo su líder les comunicó que había decidido no atacar. Obviamente, los animaba un sentimiento de venganza y desquite, pero, sobre todo, intuían con claridad que un arreglo entre los de arriba, nada haría para cambiar su suerte. Era necesario derrotar al ejército, quitar a los poderosos el apoyo militar, construir un nuevo poder.
Hoy, no existe una revolución violenta, sino una serie de cambios pacíficos y moderados. Sin embargo, los alineamientos son parecidos: los críticos de AMLO piensan que el meollo está en prevenir un régimen autoritario, se enojan porque el presidente responde cada mañana a los ataques identificando por su nombre a varios de sus autores y reclaman en el fondo una vuelta al pasado de simulaciones, cuando los mandatarios empleaban los eufemismos y las instituciones aparentaban regirse por la ley. En la trinchera de enfrente, las mayorías que apoyan al gobierno, igual que los campesinos-soldados, perciben que, si aquel cae o cede, sus demandas y exigencias deberán postergarse por mucho tiempo, décadas tal vez.
El gobierno de Madero, resultante del triunfo revolucionario cometió errores graves. Y el actual también. Ambos abrieron las puertas a partidarios y protagonistas de los regímenes previos, que luego se volvieron en su contra. Hay más, pero, por ahora, dejo hasta allí estas reflexiones.