Mazatlán.- Curiosa coincidencia, un día antes de que concluyera la enésima edición del Carnaval Internacional de Mazatlán, se cumplieron dos años de que el coronavirus Covid-19 llegó a Culiacán desde Italia, a través de un varón, de quien nunca se supo el nombre, sólo que hizo la cuarentena aterrorizada en una habitación del Hotel Lucerna de Culiacán; y dicen algunos culichis, que salió huyendo una noche, cuando recibió una amenaza de muerte.
Luego vendría el resto del fatídico 2020, que redujo familias, círculos amistosos, vecinales, laborales, políticos, médicos y de enfermería.
No hubo prácticamente un sinaloense que no sufriera una pérdida cercana y eso cambió las rutinas abiertas y vino el recogimiento en los hogares, cierre o reducción de empresas, pérdida de empleos y disminución de ingresos; además, una nueva manifestación de problemas familiares, con el incremento de riñas, que en muchos casos llegaron a la ruptura de hogares; o peor, a los feminicidios que arreciaron, especialmente en Culiacán.
Los tres niveles de gobierno no tenían la experiencia para administrar la pandemia, ni dinero para hacer frente al tropel de problemas de salud y económicos que estallaron en las familias y empresas que no estaban preparadas para enfrentar un problema mayor, con la subsecuente quiebra de miles de PYMES.
Un pasaje triste, mortuorio, desolado, y la vida continúo en 2021, pero fue disminuyendo en intensidad cuando empezaron a llegar las vacunas al estado y se aplicaron a los sectores más vulnerables, que habían hecho la mayor contribución a la estadística de contagios y muertes.
Se logró atenuar el número de muertes, pero los contagios siguieron en aumento, por la vuelta a la “nueva normalidad” y las variantes, aunque, por todos los medios de comunicación, se insistía en que había que seguir los protocolos de seguridad; lo cierto es que cada quien hizo lo que quiso y corrió sus riesgos, con las consecuencias ya registradas en la estadística oficial y la no oficial, por aquello de que la primera solo correspondía a la que se levantaba en el sistema de salud pública y un segmento del privado.
Yo publique un libro bajo el sello de la UPES, con el título de La Tragedia del Covid en Sinaloa, donde doy cuenta de lo ocurrido en los primeros seis meses de ese año infame; y, efectivamente, la estadística oficial estaba incompleta –como lo está hoy– porque sigue sin salirse del esquema básico de levantamiento de los contagios y muertes en los hospitales públicos.
El diario Noroeste, insatisfecho con las cifras oficiales, realizó un ejercicio valioso para la comunidad, yendo al registro civil, donde encontró que las muertes de un año a otro tenían un 30 por ciento de diferencia; y aunque agregado, ese dato era más realista y confiable que el oficial, que seguía contando solo los casos que llegaban a los centros de salud pública.
Viene a cuento este ejercicio de memoria colectiva, para reconocer que la aplicación extensiva de vacunas atenuó el número de muertes por Covid-19. Sin embargo, está solo alcanzó al 70% de la población de Sinaloa, es decir, uno de cada tres sinaloenses no tienen vacunas y menos el esquema completo y el refuerzo correspondiente. Y muestra un problema latente que debería llevar a los que toman las decisiones de gobierno a ser cautelosos cuando se autorizan las concentraciones humanas en perspectiva de “reactivar la economía”.
Más cuando estamos, frente a un virus cambiante y oportunista que sigue yendo por los cuerpos más vulnerables.
Esto tiene dividido a los agentes del gobierno estatal, porque mientras el gobernador Rubén Rocha Moya jugó con el calendario del semáforo sanitario y la racionalidad económica, su secretario de Salud, Héctor Melesio Cuén Ojeda, alertó de los riesgos de las grandes concentraciones; y dijo contundente que en la realización del Carnaval, los asistentes estarán felices esos días de fiesta, pero luego tendrían que pagar con contagios y muertes.
Evidentemente esa declaración no gustó, sobre todo por las diferencias con el enfoque posmoderno y neoliberal del alcalde de Mazatlán, Luis Guillermo Benítez Torres, de que todo se vale, con tal de estimular la economía; o quizá más simple: obedece las directrices de Palacio Nacional, porque como él dijo en la fiesta: “ya no me pertenezco”.
¿Acaso este morenista no repite a cada momento la prédica antineoliberal del presidente López Obrador? El no somos iguales.
Y poco parece importar los que resulten directa o indirectamente afectados; y peor, los que ni siquiera fueron al Carnaval por edad, morbilidades crónicas, miedo, pero sí el hijo o la hija, que le dieron vuelo a la hilacha en esas concentraciones que sólo en Olas Altas llegó a reunir oficialmente 45 mil personas.
Hoy el gobernador reparte culpas contra su secretario de salud y contra el alcalde, porque no se respetaron los protocolos sanitarios.
¡Caramba!, pero si eso estaba cantado, el Carnaval siempre es eso, amontonamiento, baile, abrazos, alcohol…
Entonces, por favor, gobernador, como usted lo dijo en la conferencia de prensa donde se confirmó lo una y otra vez postergado, y antes su secretario de Gobierno, en aquella semanera donde este hombre no hallaba que hacer con una sarta de papeles en mano, diciendo lo que es una realidad: el gobernador es el responsable de la decisión de celebrar el Carnaval.
¿Por qué ahora da un paso atrás para repartir culpas?
¡Asuma su responsabilidad con decoro y acepte su responsabilidad en los nuevos contagios y muertes!
Los que deje el Carnaval, por más que se maquillen las cifras, como arrojó el primer corte oficial del miércoles pasado, donde Mazatlán solo tenía 23 casos nuevos y sólo 2 fallecimientos, serán responsabilidad de su decisión, y ánimo de llevar la fiesta en paz con el alcalde Mazatlán, quien estaba decidido a celebrar el Carnaval, a pesar de que usted no lo autorizara, porque la orden la habían dado en Palacio Nacional, y para ello vino Miguel Torruco a Sinaloa, además de estar en la comilona de camarones y callos de hacha.
Además, resulta sorprendente la presencia del presidente López Obrador, justo el fin de semana del Carnaval, para supervisar las obras de las presas Picachos y Santa María.
En definitiva, la celebración del Carnaval muestra nuevamente que el gobernador realiza funciones de comisario político, antes o con las constitucionales; y ahora busca enmendar la plana repartiendo culpas; muestra, además, la falta de control político en su gabinete, con la incapacidad para tener un mismo relato institucional, al menos en salud y educación; en el legislativo, donde parece haberlo demostrado la ausencia del pasista Gene Bojórquez, presidente de la Mesa Directiva, en su última visita; y que decir del otro “poder” de los alcaldes de Culiacán y Mazatlán.
Y claro, al explicarlo no se busca politizar el tema, simple y llanamente, preocupa que se reedite lo que inició aquel 29 de febrero de 2020.
Al tiempo.