Monterrey.- Suelo escribir un artículo diario, la mayoría sobre literatura o arte. También suelo entrevistar a la semana a alguna figura relacionada con el arte: narradores, poetas, pintores, músicos. Por ahí están desperdigados en varias plataformas tecnológicas. Si juntara estos textos, tendría material de sobra para armar más libros que la bibliografía de muchos escritores dizque consagrados. Pero yo que no soy para nada flojo, sino beatíficamente disciplinado, sí soy flojo para publicar libros.
Modestia aparte, se que no lo hago mal. Le dedico a esta actividad de teclear en mi computadora muchas horas al día (o más bien a la noche, porque soy más noctámbulo que los vampiros).
Nunca he recibido un solo peso por mis escritos o entrevistas a creadores artísticos. Así como lo leen. El que no me crea que levante la mano. Ha sido mi aportación generosa y gratuita al mundo del arte. ¿Lo hago porque pretendo forjarme un nombre entre la comunidad cultural? Por Dios: soy un cincuentón; llevo la mitad de mi vida ya cumplida, así que lo que no haga a corto plazo entrará en el terreno de la pura fantasía. Si creyera en el cuento de que invierto mi tiempo “para granjearme un nombre” sería, por decir lo menos, un alucinado.
Me apasiona el arte. Vivo para la cultura y las expresiones artísticas (también para emitir opiniones políticas pero ese es otro cantar). Cuando emprendí mis negocios de restaurantes y bares (con lo que me va económicamente muy bien y espero volverlos a abrir después de esta pandemia) monté cientos de eventos artísticos que en la práctica me hicieron perder mucho dinero. Así fue siempre, sin excepción. Una vez, por ejemplo, armé una lectura de poesía en mi restaurante junto con mi amiga Minerva Margarita Villarreal, a quien tanto quise y recuerdo con enorme cariño. Llegaron al evento muchos poetas reconocidos de México y España y les di cena y vino tinto. ¿Saben cuánto cobré por ese evento, la cena y el vino a los agasajados? Cero pesos. Para mi fue un honor tenerlos ahí. Y recibir a Margarita, mi amiga del alma. Pero ninguno dejó siquiera para la propina de los meseros (a excepción de Minerva, José Javier y la gran poeta de Matamoros Elsa Cross).
Claro está, eso de ser mecenas del arte, al menos en mi caso, ha abierto un ancho agujero en mis bolsillos, un agujero negro donde se me fue mucha lana. Ya lo sé: nadie me obligó. Lo hice porque me dio la gana y no me arrepiento, como diría la Piaf. Tengo amigos que se gastan mucho más que eso en una ida a Las Vegas para ver al Canelo o en el Super Bowl. Cada quién sus vicios y gustos.
Igual pasa con mis artículos: no recibo un solo peso por la friega de escribir uno diariamente. Tampoco lo pido. Así lo decidí. Algún amigo que es escritor me dirá: “pues qué tonto eres por hacerlo de gorra”. Probablemente. Sin embargo, soy tan tonto como lo es este mismo amigo escritor que tampoco gana casi nada, a cuenta de las editoras donde (muy de vez en cuando) le publican sus libros.¿Él sí lo hace por forjarse un nombre? Lo dudo. ¿Sabrá cuántos lo conocen allá afuera? Casi nadie.
Sin embargo, no me malentiendan. Tan tontos somos mi amigo y yo como lo son todos los demás escritores, pintores, escultores, músicos, poetas, que dedican infinidad de horas diarias a crear su arte y con ello no les alcanza ni siquiera para comprarse el propio libro de su autoría en la librería Gandhi.
Ser un buen crítico en el campo de la literatura o del arte, igual que ser artista o actor de teatro, implica gastar décadas completas ejercitándose (en mi caso, aporreando sin parar el teclado), duro que dale. Y a veces ni así alcanza uno el nivel de excelencia esperado: no es garantía y casi nunca es redituable. Pero el punto es que únicamente a muy poquitos de quienes nacieron con ese don excelso para crear, les alcanza para sobrevivir. 90% de ellos subsisten medianamente otras fuentes de ingresos: son maestros, abogados, editores de periódicos, etcétera. Se las ingenian de mil formas para llevar dinero a sus hogares, menos de las regalías de sus obras o de la venta de sus cuadros.
Sin embargo, estos artistas siguen como la mosca jode y jode. Creando o analizando lo que otros crean. Dirán algunos que siempre ha sido lo mismo con los profesionales del arte. Pero ahora las cosas se tornaron peor. ¿Por qué? Porque dada la facilidad con que cualquier usuario de redes puede ser artista, poeta, narrador o crítico de cine (aunque sea muy chafa y carezca de la mínima preparación), prestándole pocas horas a esas aficiones (porque no pasa de ser un mero aficionado), ya puede competir al mismo nivel de los narradores de verdad, e incluso dar webinars sobre “cómo escribir tu primera novela”, ellos que no te redactan bien ni un tuit.
Y dado que a este nivel la cultura ha perdido su aura de prestigio (hasta grandes medios ya suprimieron definitivamente su sección cultural), y los pocos reporteros asalariados de cultura, salvo honrosas excepciones, se dedican a replicar los datos de Wikipedia sobre “el gran artista muerto en la víspera”, las condiciones para la cultura pintan insostenibles.
Las redes sociales tienen ventajas y desventajas. Entre las segundas está la siguiente: los centennials dedicados a la creación de arte cuentan con ingresos precarios; ya no recibirán una buena pensión cuando envejezcan; subsisten con empleos eventuales, ocasionales, cada vez menos relacionados con la cultura (antes, los colaboradores de suplementos culturales solían cobrar por sus textos), sin las mínimas prestaciones, y eso sí, cultivando la vana ilusión de que además de ser artistas (como si cualquier amateur pudiera ser creador) muy pronto tendrán éxito global como influencers.
Repito: las dificultades para que tú seas artista significan enormes cantidades de horas dedicadas a tu arte, en vez de dedicárselo a tu subsistencia, o a tu fuente de empleo que te permita pagar la renta de tu vivienda, los alimentos para tu familia y los gastos médicos que hoy son más elevados en todos los sentidos por culpa de la pandemia del COVID-19.
Esa idea generalizada de que “la gente hará arte de todos modos”, o esa peor de que “el que es bueno sobresaldrá tarde que temprano”; es una soberana tontería, resultado de una mente alienada, que no distingue a los profesionales de los aficionados ni al arte con las meras ocurrencias.
Tan popular es hoy la “comida rápida” y la “moda rápida”, como para que tengamos que resignarnos al “arte rápido” y a la creación de “teatro rápido” y al “análisis rápido de arte”, y a la “crítica rápida de cine”, basada en booktubers que no han leído un solo libro en su vida y graban sus elogios a Moby Dick en un par de minutos para ser vistos en un par de minutos y olvidados en un par de minutos. Tan fácil e instantáneo cómo meter una sopa Maruchan en el microondas.
Yo seguiré escribiendo mis artículos diarios como lo hacen mucho otros colegas míos (a quienes admiro y hago público reconocimiento menos a uno que otro que es puro charlatán mercenario) por mi muy soberana y altruista voluntad, y lo haré hasta el día que se me agoten de plano las fuerzas o me muera de un derrame cerebral (riesgo que no sufrirán los supuestos artistas de YouTube que no tienen cerebro). El riesgo ahora no consiste en que el arte (el bueno, el revolucionario) siga siendo marginal (¿cuándo no lo ha sido?), sino que ya nadie distinga entre este arte marginal y las babosadas que se hacen pasar por arte, celebradas por críticos asalariados igualmente babosos. ¿Hay remedio para esta situación tan complicada? Mañana se las digo.