Dar la vuelta al calcetín para observarse, ver como un testigo, señorear lo que acontece.
Me digo a mí mismo –hay que observarse ¿qué ha pasado ahora?
En definitiva, estar hablando, hablando, hablando a la mayor cantidad de gentes posibles.
¿qué hay en el mundo? ¿Estos son cuerpos?
Pienso en todos ellos y ellas, tal y como platón pensaría de ellos en aquellos tiempos, haciéndome la pregunta del debate fundamental de gran parte de la historia intelectual de Occidente: ¿Serán ellos esos cuerpos? Porque si hay algo en mí que está observando, ¿cómo no ser otra cosa? en realidad me pasa todo el tiempo.
Mucha gente pasa y pasa de una esquina a otra, unos van u otros vienen, ¿esto realmente se puede definir? Es decir, cómo saber quién va o quién viene, si todos traen la misma señal de prisa en su cara, tal vez, si ya traen sus manos las bolsas de las compras, pueda decir que ya vienen, pero en definitiva ya van a otro lado, y si digo que van, es porque ya vienen.
Esto es como un círculo vicioso, como un eterno retorno al mismo punto siempre, detenerse un poco puede ser una especie de botón rojo para abortar la carrera, desentrincar ese mecanismo que gira y gira como la piedra de Sísifo, pero sin llegar a ningún lado nunca.
Me doy cuenta que la gente viene aunque ya va, cuando les ofrezco mi libro en la calle, las persigo hasta que me den una respuesta: “no gracias, tengo prisa”, “ay a la vuelta”, “voy a la tienda, ahorita que regrese”. Claro que estás afirmaciones son radicalmente ciertas para quien las dice, aunque para mí no lo sean en lo más mínimo, en definitiva no logro detener a nadie en su carrera.
Y que me importa parar a la gente, si quieren correr que corran, si quieren ir que vayan, si quieren venir que vengan, esto es la ciudad y se vale hacer desmadre siempre y cuando el desmadre empiece y recaiga en uno mismo, esto está claro, pero el desmadre siempre termina por madrear a terceros.
Esto me cansa, recargo mi espalda en un tubo y después de un rato empiezo a sentir la vibración del concreto a través del metal, levanto mi vista y veo que estoy recargado en la estructura de un semáforo. Me quedo largo rato observando como los semáforos de las cuatro esquinas son los únicos elementos que logran parar, aunque sea momentáneamente, la carrera de las gentes, uno que otro corredor se las arregla para no ser atropellado por algún otro corredor, que igualmente que el primero, quiere ser el primero en atravesar la esquina.
Esto en definitiva tiene que ver con el tiempo, con esa dilatación temporal, ya sea demasiado corta o demasiada larga, pero esto es subjetivo, porque realmente el semáforo guarda para sí la misma cantidad de tiempo en sus circuitos y colores, el tiempo del semáforo no cambia a voluntad de los corredores y su aparente prisa. El semáforo está ahí, erguido, como un memorial al tiempo justo de la sincronía, un signo visible que organiza el tiempo del cruce entre esquinas, dando la pauta al frenesí de la ciudad.
El semáforo es como un dios automatizado. Nadie ve realmente su fuente de energía, de tiempo y de sincronía, pero confiamos en que está organizando el tiempo por nosotros, al menos, el tiempo en el que debemos o no atravesar la esquina, es una autoridad que se ha vuelto in-visible por cotidiana, como esas veces que buscamos las gafas y las traemos sobre la cabeza.
Saltarse la autoridad de un semáforo causaría un caos vial y peatonal impresionante, y no estoy hablando aquí de civismo básico o proponiendo una moral del semáforo, sino que de pronto pienso que el semáforo dilata el espacio en un tiempo preciso para los que van y para los que vienen. De esquina a esquina hay una narración dilatada por el tiempo y el espacio que nos van delimitando los semáforos.
¿Por qué uno se detiene en la esquina con el rojo pero continuamos pensando en verde?
Mientras el semáforo nos propone un tiempo en medio de la narración de la propia carrera, un tiempo para esperar el cruce, uno tiende a proyectar mentalmente el cruce del cuerpo como si éste no supiera nada de semáforos o si los supiera, todos estarían en verde, es decir, que en este sentido, la mente no se detiene en el semáforo, pero el cuerpo si, entonces, ¿cuál entidad soy, aquella que ya casi llega a su destino aunque el semáforo este en rojo o éste cuerpo que está aquí esperando la luz verde?
¿Habrá un semáforo mental?
Y aquí ya me dirijo a la cuestión primera de la mente y el cuerpo, a lo Platónico, pero eso vale madre aquí en la ciudad. Las mentes pasan o los cuerpos pasan o las gentes pasan y nunca son las mismas, es un mar de rostros siempre nuevos y siempre con la misma prisa.
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