GOMEZ12102020

Sin cuerpo, no hay delito
Ernesto Hernández Norzagaray

A mi hermano Juan,
que perdió la batalla contra el COVID.


Mazatlán.- Noroeste publicó la semana pasada tres entregas de un valioso y amplio reportaje que preparó ejemplarmente el reportero José Abraham Sanz, como parte del Máster LAB del Quinto Elemento, sobre las personas desaparecidas, principalmente, en Culiacán; y recogemos el acertado título de esa investigación para este modesto esfuerzo de interpretación de los hechos narrados en voz de quienes han sido entrevistados.

El principio jurídico de que “sin cuerpo, no hay delito”, remite al Reino Unido de 1660, cuando William Harrison, un vecino de la comunidad de Campden, desapareció, repentinamente, y luego de las pesquisas realizadas, tres personas fueron detenidas y declaradas culpables ipso facto y condenadas a la horca.

Este tipo de injusticias era normal en esa época por el prejuicio, las capacidades institucionales y el escaso andamiaje jurídico. Una simple suposición, por no decir una confesión de culpabilidad extraída bajo tortura, o razones religiosas, era suficiente para llevar a alguien a la horca y de esas formas poco juiciosas, la presunción de inocencia no tenía ninguna posibilidad de reclamarse.

El problema en este caso remoto es que el señor Harrison no había sido asesinado, sino secuestrado por otras personas; y quizá los secuestradores, al ver a los tres horcados, por temor, lo liberaron; y este hizo su declaración a un juez; pero ni con esa declaración había manera de devolver la vida a los tres vecinos de esa comunidad del centro del Reino Unido.

Aquel suceso puso en entredicho esta suerte de fast track en la impartición de justicia, pero a medias, porque continuó y en el Reino Unido se siguió utilizando hasta 1937, cuando desapareció la niña Mona Tinsley en la comunidad de Sheffield, que llevó a la detención de un hombre al que todos los testimonios lo acusaban, y sólo por esa parcialidad, se les condenó a 7 años de prisión.

Sin embargo, el cuerpo de Mona apareció un día flotando en un desagüe con evidencia de estrangulamiento; y entonces el condenado confesó y fue horcado el 30 de diciembre en la prisión de Lincoln.

Con estos antecedentes cambio la legislación inglesa y ahora sí que “sin cuerpo, no hay delito”; pero también fue adoptada por las legislaciones de otros países, volviéndose un principio, que en realidades como la nuestra responde, como bien lo sugieren algunos de los entrevistados por Sanz, a una necesidad política de rendimiento institucional.

Es decir, el principio de “sin cuerpo, no hay delito” no es malo, en sí mismo, porque tiene que ver con la impartición de justicia y la presunción de inocencia; sin embargo, en México al menos en los últimos quince años se ha pervertido la cantidad de homicidios dolosos ha ido en aumento todos los años; y dado que eso tiene implicaciones sociales, económicas, políticas y penales, tanto el bando criminal, como el institucional, coinciden en invisibilizar los crímenes que se siguen cometiendo a diario.

La estadística criminal entonces permite que haya una contracción de los homicidios dolosos –como sucedió durante los últimos gobiernos estatales–, pero, no es tal lo que sucedió y ahí está la investigación de Sanz, es que una parte de estos crímenes están registrados en la fiscalía como personas desaparecidas; y nuevamente se justifica que: “sin cuerpo, no hay delito”.

Pero lo real es que hay suficiente evidencia para reconocer que la mayoría de las personas desaparecidas fueron asesinadas y eso lleva irremediablemente al tema de las fosas clandestinas; o, quizá, más dramático, el caso de los cuerpos desintegrados en ácido por ese tipo de personaje que en el argot criminal se conoce como “cocinero” o “pozolero”; y estas y otras prácticas, han convertido al territorio y las aguas en un cementerio ubicuo.

Ello sucede ante el clamor de familias enteras que se resisten a la aceptación y deciden correr riesgos, y en algunos casos entregar su vida, por no llevar la doble pena de la pérdida y no haber hecho algo por localizar al hijo o hija, el hermano o la hermana, el padre o la madre...

Los testimonios que recoge Abraham Sanz son invaluables para el diagnóstico de un microcosmo de aquello que el distinguido académico Guillermo Ibarra denominó en uno de sus libros: “Culiacán, Ciudad del Miedo”, y debieran servir para que los tres niveles de gobierno instrumenten políticas públicas más eficaces o al menos, para que el ciudadano, conozca su entorno y tome mejores decisiones.

Pero no, en la práctica se acepta el multicitado principio, aun cuando en las fiscalías se acumulen los casos de personas desaparecidas y los hallazgos no de la autoridad, la que cobra por esclarecer los delitos, si no por los deudos, que arriesgando sus vidas resisten a aceptar que sus familiares sean parte de esas estadísticas que merma dolorosamente la población.

Aun cuando los casos de personas levantadas y desaparecidas frecuentemente por policías coludidos que entregan detenidos a grupos criminales, como lo destaca el reportaje de marras, no dejan de seguir existiendo los asesinatos que dejan en cualquier calle cuerpos inermes, tampoco los feminicidios, o aquellos que tienen como propósito sembrar el miedo entre sectores muy definidos por su rol en la sociedad.

Es el caso de los periodistas asesinados, tres en menos de una semana, 52 en lo que va del gobierno de la 4T, a los que se le violenta a la vieja usanza con un tiro en la sien y se les deja a la intemperie, con el mensaje subrepticio de que eso, la pérdida de la vida, le puede pasar a cualquiera que se atreva a tocar determinados intereses y la señal de que los gobernantes sólo deben estar para dar discursos de pesar post mortem.

En definitiva, el esfuerzo de Abraham Sanz y la publicación de su trabajo en las páginas de Noroeste, es una clara muestra de que pese a las agresiones que sufre la sociedad, y en especial el periodismo, la capacidad de resistencia y solidaridad está demostrada, como se vio en la movilización por los asesinatos de Lourdes Maldonado, Margarito Martínez Esquivel y José Luis Gamboa.