Mazatlán.- ¿Qué anima a muchas mujeres sinaloenses a someterse a intervenciones quirúrgicas, implantes de silicona o inyecciones de bótox –o sabrá dios qué menjurjes– para redimensionar zonas de sus cuerpos que en su lógica las hace más atractivas y visuales?
¿Qué provoca que no estén a gusto con lo que los genes de sus padres les ha sido dado y que frecuentemente los consumos de grasas, azúcares, o harinas lo han deteriorado?
¿Acaso esa incomodidad responde a un medio social que permanentemente estimula la competencia y buscan un lugar para satisfacer un apetito entre cierto sector de hombres, incluido los grupos criminales?
¿O será que estamos en la lógica aquella de la serie de televisión española “Sin tetas no hay paraíso”?; una historia triste que se inspiró en las obsesiones de las muchachas de los barrios pobres de Bogotá, que buscaban salir adelante de su pobreza a través de sus cuerpos sobredimensionados o, quizá, realizar la fantasía de las chicas de la familia Kardashian.
¿Será lo que nos dice Teresa Guerra, la Secretaria de la Mujer, que muchas féminas están presas en la madeja de los estereotipos que dominan su imaginario?
No tenemos una respuesta sociológica precisa de lo que anima a ese sector de mujeres sinaloenses, que estarían dispuestas a hacer hasta lo imposible para tener la posibilidad de ponerse en manos de uno de los cirujanos plásticos “certificados” que pululan en Culiacán; y al no tener ese dinero de varios ceros, se ponen en manos de cualquiera “estilista”, para que les mejore la figura, como recientemente sucedió con la joven Anahí de Mazatlán y antes con Paulina en Culiacán, a las que se les arrebató la vida en un tris.
Hoy su familia y amistades van a las autoridades exigiendo justicia por esta muerte que se pudo evitar, pero al parecer pudo más el deseo de verse mejor, responder a la psique que le exige y no les dejaba dormir.
Este tipo de intervenciones se han vuelto una obsesión destructiva y ese desequilibrio mental, solo (dirán) se cura al menos intentándolo; ¿cuánto podría haber sido lo que le cobró Julieth, la estilista que le aplicó a Anahí quién sabe qué sustancia para que mediante esa intervención se le fuera la vida y ahora podría ser enjuiciada por varios delitos, entre ellos el asesinato?
La difusión de los casos ha sacudido la opinión y esperemos que haya conmocionado a muchas jóvenes pobres –y digo pobres, porque las que tienen recurso van a clínicas certificadas– obsesionadas por hacerse una intervención con un o una cirujana plástica; y si no alcanza, con la estilista recomendada, “que me dicen que es muy buena y no cobra caro”.
Esta es solo la dimensión de las capacidades económicas y profesionales; hay otras que tienen que ver con el tipo de nuestra sociedad, con sus singulares estímulos sociales y probables incentivos compensatorios.
No hay duda de que está cada día más sujeta a una mayor competencia y a la búsqueda de hacer dinero rápido sin aduanas. Ahí están, como ejemplo terrible, los cientos, quizá miles de jóvenes, que se incorporan como sicarios a las filas del crimen organizado, bajo la máxima falaz de que “vale más vivir tres años como rey, que toda una vida de prángana”; y cualquier día aparecen en la lista de detenidos, asesinados o desaparecidos.
Y eso se repite constantemente en el mundo de las relaciones humanas, donde segmentos de la población buscan abrirse camino con el cuerpo dando paso a un empobrecimiento de la vida, que pasa frecuentemente por una estética insuflada por el bótox, la silicona, los insumos de los salones de belleza y todo aquello que permita parecer lo que no se es.
Así que la salida no es sólo modificaciones a la ley de salud y operación de clínicas, que sin duda será de gran valía; pero estamos ante un problema cultural, de esos que se cultivan por años, décadas, donde este tipo de prácticas terminan por rutinizarse, normalizarse, de manera que cualquiera busca ser parte de ese tipo de prácticas.
¿Qué podrían hacer las instituciones cuando los propios agentes de cambio podrían ser parte de estas conductas sociales? ¿Acaso no hemos sido testigo que el bótox, la silicona, los implantes llegaron a los establecimientos de los poderes públicos y las oficinas de gobierno? ¿Que lo asumen ellos y ellas como un asunto de distinción social que llegó para quedarse?
Hace tan solo unas semanas, cuando el presidente López Obrador, el político austero con ojos, se le veía encantado con una alcaldesa del sur, presumiblemente “arreglada”; y es que la imagen vende, estalla como bomba en la dimensión emocional; y nadie se escapa de ello, somos una sociedad profundamente emocional, que nos prendemos con la música de banda, las cervezas y los chirrines; además, nos manifestamos y lloramos como bebes cuando detienen y encarcelan al peor de los capos.
Entonces, ¿cómo no va a emocionar un cuerpo voluptuoso trabajado en el gym, o en una de esas clínicas de belleza que se multiplican por el boom de tener mejores glúteos, tetas, labios, pupilas estilizadas a la Kardashian, o esa pléyade de mujeres bellas que visten las revistas de fantasías y del corazón?
Y que en ese propósito surjan oportunistas, faltos de conocimiento y ética, que quieren quedarse con una tajada de ese mercado creciente en un país, un estado como el nuestro, donde “todo se puede”, es lo normal, y los decesos que provocan son daños colaterales de la infamia, insumo poderoso para la prensa sensacionalista y pronunciamientos de políticos “preocupados” por este tipo de epidemias sociales.
¿Cuál es la salida?
Mucho se ha dicho que los problemas culturales solo se pueden combatir con educación, sea en la del hogar o en la escuela; necesitamos reeducarnos, pues seguimos presos de aquello que Jesús Reyes Heroles, secretario de Educación Pública, en los tiempos del delamadrismo, decía que “lo que se gana en la mañana en la escuela pública, se pierde por la tarde frente al televisor”.
Habría que complejizar, actualizar, la expresión luminosa de aquel momento diciendo que hoy no es la TV el principal conducto de esos valores, al contrario, ayuda con su oferta cada vez más rica y diversa, sino las redes sociales, donde la gente socializa y asume acríticamente valores de consumo y competencia de aquello que un filosofo del siglo XIX llamaba “fetichismo de la mercancía”.
En definitiva, la muerte de Anahí, como antes la de Paulina, es algo más profundo que el simple señalamiento de las “clínicas clandestinas”, de “impostores profesionales”, estamos ante un problema cultural de gran calado, que está alcanzando niveles demenciales, donde las instituciones y sus responsables institucionales no parecen estar a la altura del desafío; sin embargo, hay la inteligencia y decisión suficiente para empezar a hacerle frente.
Al tiempo.