Luego de entregar a los niños me acerqué para ver dónde había estallado la bomba. Estaba en la parte alta y abajo estaban trozos de metal regados por todos lados, cristales rotos y trozos de carne humeante de las personas que habían sido objetivo. Cuando llegué al departamento que habitábamos en el centro de Madrid, encendí la televisión y los noticieros daban cuenta de los hechos.
La organización separatista ETA reivindicaba el ataque contra este cuerpo militar. Y no había ningún titubeo de calificar el hecho trágico como un acto terrorista. Tan habituados estaban los españoles a los ataques de ETA, que de inmediato en todos edificios públicos salía la gente y se instalaba en silencio en los accesos, donde permanecían como un acto de protesta contra la violencia terrorista.
Comentó esto porque en México todavía cuesta trabajo llamar a las cosas por su nombre y actuar en consecuencia. La sucesión concertada de hechos violentos en varias ciudades mexicanas que dejaron muertos, vehículos quemados, negocios en llamas y una atmósfera de miedo ante lo inesperado es terrorismo.
El gobierno en lugar de salir a reconocer la gravedad de los hechos y calificar de terrorismo lo sucedido, le dio la vuelta y prefirió descalificar a los mensajeros de los principales medios de comunicación nacional como de los estados que habían sufrido los atentados. Peor todavía, buscó a los culpables no entre los cárteles que operan en los estados que fueron escenario de estas versiones renovadas del mítico “culiacanazo”, sino en la oposición política que según el presidente López Obrador “está buscando sacar raja” de estos actos a todas luces terroristas.
Algo no está bien en el relato del presidente cuando no parece decidido ni siquiera a llamar las cosas por su nombre. Y si no se les llama a las cosas por su nombre, implícitamente se le minimiza. Y si se le minimiza no se actúa con toda la fuerza del Estado. Se le ve como un acto más, rutinario, de ese balance que diariamente vemos en el programa nocturno de Azucena a las 10.
¿O cuántas ciudades tendrán que vivir lo que vivieron en Guadalajara, Guanajuato, Ciudad Juárez, Tijuana, Mexicali para que se les considere un acto de terrorismo? ¿O cuántas personas más deben morir para que el gobierno caracterice como terrorista a la o las organizaciones criminales que estuvieron detrás de estos actos? ¿Cuánto miedo más será necesario para que el gobierno termine por reconocer que es mucho y haya que empezar con acciones la cuenta regresiva que lleve a regresar la seguridad a las ciudades?
Creo que no va a suceder, porque así como el presidente afirma que la guerra contra las drogas está perdida, asume en los hechos que está rendido ante un crimen organizado cada día más resuelto a hacer ostentación de dominio.
Y es que mire, estimado lector: todas estas manifestaciones de los grupos criminales ocurrieron porque dejaron que ocurrieran. Las fuerzas de seguridad brillaron por su ausencia. Y si bien ha habido detenciones –unas de ellas por cierto en Culiacán– son mínimas frente a la gran cantidad de personas que se vieron involucradas y que se encuentran seguramente no muy lejos de donde sucedieron los hechos de violencia.
Y es que al gobierno le tiembla la mano para hacer el diagnóstico preciso y reconocer que hay terrorismo en México. Que es un delito grave que está en nuestras leyes penales. Pero tendría que pasar primero por reconocer la existencia de un verdadero Estado de Derecho y que los ciudadanos que fueron afectados son sujetos de derechos. Pero no, nuestro presidente corre para tercera y está determinado a no cambiar la política de seguridad pública, porque “vamos bien, está funcionando” y eso alienta a continuar haciendo lo mismo.
El crimen organizado le tiene bien tomada la medida al presidente y saben que lo pueden hacer con costos mínimos. Porque si hay terror hay terroristas con nombre y apellido. Como sucedía con los etarras que horas después de una acción revolucionaria sabíamos por los servicios de inteligencia qué comando había sido el culpable; y así, aparecían en la televisión los rostros de los terroristas a los que se les buscaba, para sentarlos frente a un juez para que rindieran declaración. Pero es España, no México; aquí vale más ser sicario que un ciudadano que paga sus impuestos. Y luego se molestan cuando se les señala por complicidad con el crimen.