Monterrey.- Atrás quedaron esos ímpetus por lanzarse a la calle a ser el rey del barrio, a ser gato callejero, a aprender con la ley de la selva urbana. Jóvenes de a pie que se esmeraban por sobrevivir otra noche en el centro de la ciudad. Cada desvelada terminando en la alameda o la central de autobuses para dormitar, era un logro.
Pero eso ya no es un puntaje para los jóvenes valientes. Ya no vale la pena ser un Oliver Twist dándole la vuelta a la cuadra para buscar con quién jugar. La Pandemia les hizo entender que podrán vivir dentro de sus habitaciones, que frente a una computadora, una tablet o un smartphone, no es necesario salirse a asolear, a pasar fríos, mojarse o tener que caminar de más. Que se podía socializar y mantener sus relaciones desde los videojuegos compartidos.
Al menos ellos están convencidos de eso.
Los que estamos un poquito más crecidos que esos jóvenes del siglo XXI –chavorrucos, pues–, extrañamos cada vez más el río de la colonia al que nos íbamos a bañar en vacaciones, la tienda de la esquina que ahora es un maldito Oxxo, los juegos de pelota afuera de nuestras casas. Pero debo aclarar que no busco nostalgia de la niñez. Eso es cursi hasta para mí. Lo que busco es describir mi extrañeza por la falta de vagancia de los chicos de hoy día. Incluso su música valentona de ahora me parece sólo cantable por ellos desde el interior de una camioneta.
Pero que se atrevan a cantar sus corridos tumbados en plena calle, o luego de haber bajado de la camioneta de su papá.
¿Por qué ya no cantan rock en las calles? ¿Por qué admiran el hip hop del Babo y de Santa Fe Klan, pero sólo cantando en el interior de bares de plazas comerciales, mientras esperan que la mesera les traiga su orden de boneless bañados en BBQ?
La generación de adolescentes y jóvenes de ahora, son valientes a puerta cerrada. Son una rara especie de felino que no sale al patio de la casa ni para orinar. Son leones con arenero.
Esperan que llegue el de Didi Food a traerles la comida del día, que les lleguen los tenis por Amazon para no tener que lidiar con salir a buscarlos.
A final de cuentas nacieron a puerta cerrada. Así también buscan vivir y morir. Qué incomodidad morir en la calle, arrollados por un tren o siendo víctima colateral cuando los narcos vuelvan a ponerse en guerra.
Puede que en los noventas, con la muerte de Kurt Cobain, todos aquellos poetas, músicos, teatreros, pintores, vagos, que queríamos ser un Gato Jazz crecimos de golpe.
Pero mirando de nuevo a estos nuevos felinos, yo sé algo que no estoy seguro si quiero decirles (ellos odian los spoilers): algún día abrirán esa puerta pensando que es el repartidor, y lo único que verán afuera será su banqueta flotando sobre nubes o rodeada por flamas. Y entonces sí, ¡oh, lo siento! ¿Por qué carajos nunca quise ser un Gato Jazz?