Cuando hacia 1989 cayó en mis manos el libro de Salman Rushdie, Los Versículos o Versos Satánicos, que como tantos otros lectores llamaba mi atención al calor de la polémica que se había armado tras la publicación y posteriores disturbios, recuerdo que me aburrió cuando iba por la página 30 o así. Nunca lo acabé de leer. Pero por entonces hubo debates de lo que algunos denominaron guerra cultural, e incluso choque de civilizaciones. La globalización hizo el resto: la comunidad musulmana mundial, la “umma”, tomó conciencia de que desde occidente los ofendían con blasfemias. La fetua o fatwa lanzada por el ayatolá Jomeini, la máxima autoridad religiosa y política del Irán chiita, impuso una sentencia a muerte contra el escritor. Una fetua no tiene fecha de caducidad y nunca faltará un creyente dispuesto a hacerla efectiva. Los versículos dejaron un reguero de muertes y amenazas, que lo mismo afectaban a traductores de la obra, como a editores. Rushdie aporreó un avispero, posiblemente sin mala fe, y prácticamente 25 años después las avispas siguen clavando su aguijón.
Posteriormente hubo otros episodios parecidos. En el año 2006, el diario conservador danés Jyllands-Posten convocó a los caricaturistas o artistas gráficos del frío país de Hamlet a que caricaturizaran en viñetas al profeta Mahoma. Se publicaron 12 caricaturas. Uno de los autores retrataba como terrorista al profeta de los musulmanes, sabedor que su burla haría reír a sus educados y bien alimentados compatriotas, exquisitos cultivadores de la libertad de expresión; y los burlados ni se enterarían. La broma, ofensiva para los musulmanes, costó decenas de vidas humanas en las protestas. Y en 2015, el semanario francés Charlie Hebdo sufrió un atentado donde murieron 11 redactores y trabajadores, por una edición del 2011. El reciente atentado de hace unos días contra Salman Rushdie en Nueva Jersey, cuando todos nos habíamos olvidado ya de la condena a muerte, hay que leerla sin perder de vista estas claves.
En conclusión, hay una guerra cultural que enfrenta, por un lado, a unos talibanes fanáticos de una religión que nada tiene que ver con el islam y, por otro lado, a unos talibanes occidentales fanáticos seudo-modernos y seudo-demócratas. La libertad de expresión es un valor occidental irrenunciable, pilar fundamental de las sociedades libres; pero entender la libertad de expresión como una patente de corso para insultar u ofender, nada tiene de modernidad y degrada la convivencia democrática.