La guerra actual entre Rusia y Ucrania, es la más cercana a lo que se ha conocido como conflictos “centrales” desde la segunda guerra mundial, librados entre las grandes potencias. De allí la relevancia y difusión que ha cobrado, si la comparamos por ejemplo con los conflictos armados que han causado incontables muertes, genocidios y daños en Yemen o Etiopía, desde hace años. Y de los cuales sabemos poco, si es que algo. Justo porque a los dueños de los medios de comunicación no les interesan.
Hay una frase terrible, cuyo autor desconozco, que condensa bien los orígenes y el carácter de esta confrontación violenta: “Estados Unidos resistirá en Ucrania, hasta el último... de los ucranianos”. Muchas voces, autorizadas desde diversos extremos, han develado las causas de la guerra. Noam Chomsky, el pensador crítico más conocido en Estados Unidos, junto con otros intelectuales de su país, ha puesto en claro que sin los intentos norteamericanos para forzar el ingreso de Ucrania a la OTAN y de instalar por consecuencia a sus bases militares en su territorio, no habría habido guerra. También el Papa Francisco ha dicho que la guerra fue provocada “por los ladridos de la OTAN” en las fronteras de Rusia.
Hay desde luego otros actores: los gobiernos de los países europeos y los nacionalistas ucranianos. Pero, ninguno de ambos, podría sostener sus posiciones belicistas a ultranza, sin el respaldo y las presiones de Washington.
Rusia, por su parte, tiene la enorme responsabilidad histórica de haber desatado un huracán de fuego sobre Ucrania, provocando una gran cantidad de víctimas entre muertos, heridos, refugiados, desaparecidos. Vale señalar, sin embargo, que con lo lamentable que de por sí son las muertes, sea del número que sean, las sufridas por Ucrania han sido sensiblemente inferiores a las de otras guerras, aún considerando el altísimo grado de letalidad propio de las armas modernas. Para tener un punto de referencia, entre los cientos posibles, recordemos que en Dresde, la ciudad alemana bombardeada por ingleses y norteamericanos unas semanas antes de la rendición de Alemania, murieron en dos noches alrededor de 30 mil personas, mientras que el cálculo más cuantioso de las víctimas ucranianas, realizado por la ONU es de 3 mil 500 hasta los primeros de mayo; esto es, después de más de setenta días de combates. ¿Por qué ha sido así? La respuesta inevitable es que básicamente los ataques rusos se han dirigido precisamente contra objetivos militares. Incluso las fuentes de Estados Unidos dicen que: “funcionarios ucranianos, británicos y estadounidenses advierten que Rusia está gastando con rapidez sus reservas de armas de precisión y podrían no poder fabricar más con rapidez, lo que aumenta el riesgo de que emplee cohetes no guiados conforme se alarga el conflicto. Eso podría aumentar las bajas civiles y otros daños colaterales”. Rusia lanza misiles hipersónicos a Odesa (msn.com).
En esencia, esta guerra representa el choque entre dos poderes, cuyas diferencias y antagonismos vienen desde hace un siglo. Inicialmente fue la Unión Soviética con su proyecto comunista, el rival de Europa y de Estados Unidos. Apareció el nazismo y se produjo temporalmente una especie de alianza “contra natura” entre las potencias occidentales y la URSS, para combatir a un enemigo común que los amenazaba de muerte.
Derrotado Hitler, sobrevino el llamado mundo bipolar, con un extremo ubicado en EEUU y el otro en la URSS. Con poderes equilibrados desde que los soviéticos tuvieron acceso al arma nuclear, casi nunca estuvieron en riesgo de confrontarse directamente, aunque lo hicieron a través de aliados como sucedió en las guerras de Corea y de Viet Nam y en muchos otros conflictos. Se atacaban verbalmente, enseñaban los dientes, competían en todos los terrenos, pero ambos se guardaban cuidadosamente de abrir la puerta a una lucha armada entre ambos.
Con el colapso de la Unión Soviética en 1991, se rompió la simetría. Y la historia enseña a través de múltiples experiencias que, cuando esto sucede, sobreviene inevitablemente el choque armado. Un ejemplo clásico que gusta a los historiadores es la guerra del Peloponeso, entre Atenas y Esparta, acontecida hace 2 mil 400 años. Y de allí en adelante.
El gigante soviético, sea por sus contradicciones internas, sea por la impericia o la corrupción de sus líderes, se rompió en pedazos, propiciando un desbalance del poderío mundial y con ello la apertura del camino hacia la guerra.
La república federativa de Rusia conservó la porción mayor y heredó el poderoso arsenal, que no le sirvió por lo pronto, para evitar la humillación de verse cercado por las tropas de la OTAN, léase las de Estados Unidos. Se vinieron abajo su economía y perdió alrededor de 25 millones de ruso parlantes, que quedaron ubicados allende de sus fronteras, una buena parte en Ucrania, sobre todo en Crimea y en la región del Dombás.
Se liquidó el proyecto comunista y se implantaron modelos capitalistas tanto en Rusia, como en Ucrania y en el resto de las exrepúblicas soviéticas. Con esto, se pensó que había desaparecido la contradicción principal, tanto ideológica como política. Pero, en lugar de la pugna entre comunismo y capitalismo, reaparecieron las viejas e irreductibles reyertas nacionales, raciales y religiosas. Ya no había ninguna utopía en el horizonte, ningún ideal compartido. Quedó la lucha descarnada por el poder económico y político entre los grupos de oligarcas.
Y el nazismo, en tanto que tuvo y tiene su base en estos prejuicios, mentalidades y exaltaciones de lo nacional, inevitablemente resurgió. Encontró pasto seco para arder en Ucrania, donde confluyeron dos elementos: el primero fueron los recuerdos reprimidos pero vigentes de las pugnas con Rusia y los comunistas en 1920 y durante la ocupación alemana. El segundo, mucho más poderoso, fue la atracción fomentada y aceitada con euros y con dólares hacia Europa y Estados Unidos, que alcanzarían con la adhesión de Ucrania, el objetivo estratégico de cercar a Rusia. El ultranacionalismo ucraniano, se vistió con las banderas de las SS y arrastró a otras corrientes moderadas. En un estado presuntamente democrático se pretendió prohibir el uso del idioma ruso, la primera lengua en amplias regiones del país y hablado en todas partes. Quiso trozar todo vínculo con Rusia, “a donde sólo irán los osos, como antaño”, según proclamó uno de sus líderes.
Entretanto, si bien el Kremlin ya no aparecía como el símbolo de la futura sociedad comunista, cabeza de la revolución mundial, siguió siendo algo que nunca abandonó: la cabeza del estado nacional ruso, el emblema del antiguo imperio, cuya bandera, estandartes y adhesiones a la iglesia ortodoxa restauró.
No animaba a la ingente tarea de recuperación de su poder e influencia mundiales la idea altruista de conquistar la igualdad y la libertad para todos, sino el afán del antiguo imperio de los zares. Se trataba de poner de nuevo en pie a la gran Rus, la dominadora de pueblos y naciones. Imposible para el espíritu nacional soportar las afrentas y el peligro de ver al país finalmente sojuzgado por Estados Unidos y Europa.
En 2022 ya no existe un poder mundial y militar repartido solo entre dos grandes; ahora está China, una potencia en ascenso que está próxima a desplazar a Estados Unidos en casi todos los espacios, a más de otros estados armados. Putin se aseguró primero la alianza, o al menos el consentimiento de Beijing, antes de desatar la guerra y le apostó a esta relación para enfrentar las previsibles y drásticas sanciones económicas, dirigidas a poner a Rusia de rodillas, sin necesidad de una guerra.
En esas estamos. Caminando por filo de la navaja. La destrucción de Ucrania continúa, junto con el sufrimiento de sus habitantes, desplazados por millones a otros países. No hay negociación porque los gobiernos de occidente quieren esperar a que los rigores extremos de las llamadas sanciones económicas surtan sus efectos y se derrumbe la economía rusa, que equivale a llevar a sus habitantes hasta niveles de sobrevivencia. Por ello seguirá inagotable el envío de armas para que continúe la matanza, y de paso, sigan engordándose las bolsas de los fabricantes de tanques y misiles.
La hoguera de la guerra, avivada desde las capitales de Occidente, seguirá hasta que se consuma, o se marche el último de los ucranianos.