PEREZ17102022

Un bicentenario, dos partos
Abraham Nuncio

Monterrey.- Algunos de los episodios y procesos históricos de México han sido efecto de aquellos que han tenido lugar más allá de sus fronteras. Fueron dos crisis en el seno del imperio español las que precipitaron y definieron la etapa inicial de la independencia de sus colonias y la que hizo posible su consolidación.

Napoleón había convertido el emplazamiento de sus tropas en una invasión al territorio español y mantenía prisionera a la familia real en la ciudad francesa de Bayona. Tras la ausencia de la familia real en 1808, el cabildo de la Ciudad de México fue la primera institución donde anidaron las ideas de soberanía popular, y con ello las de autonomía. Fray Melchor de Talamantes era el portador de sus postulados jurídicos y políticos, y Francisco Primo de Verdad, Francisco de Azcárate y Jacobo de Villaurrutia fueron sus voceros más reconocidos. El golpe de Estado empresarial al virrey Iturrigaray, quien había cobijado tímidamente esos impulsos, precipitó los acontecimientos que dieron pie al movimiento de independencia.

Pronto se extendieron las ideas independentistas. En la lucha encabezada por Hidalgo en 1910 adquirieron su traducción política y social. A la muerte de Hidalgo y otros jefes insurgentes, en el movimiento destacaron Ignacio López Rayón y José María Morelos y Pavón. La junta de Zitácuaro, un primer intento de institucionalizar la insurgencia, fue dirigida por López Rayón. Pero se requería no sólo capacidad política, sino genio militar, y estas dotes alentaban en Morelos.

Con cierta frecuencia, cuando se aborda el estudio de la historia constitucional de México, a la Constitución de Apatzingán se la pone en segundo lugar –o se la omite– respecto de la Constitución de Cádiz, como antecedente de la Constitución de 1824, producto del segundo parto de la independencia nacional, que este año estará cumpliendo dos siglos de haberse proclamado. La Constitución que elaboró el constituyente (de representación “supletoria”), a la sombra de Morelos, implantaba la ciudadanía plena de los habitantes de Nueva España (suprimía la odiosa discriminación que hacía la de Cádiz de los afrodescendientes llamados “pardos”); eliminaba, de igual manera, el carácter clasista (censatario) de esta misma para aspirar a cargos de representación política y establecía, a la francesa, la soberanía popular.

Otra crisis política en España, ahora con motivo de un levantamiento restaurador de la Constitución gaditana, encabezado por el coronel Rafael Riego, abre la posibilidad de consumar la independencia de México. Fernando VII, el déspota que se hizo llamar El Deseado, ocupará el trono luego de ser liberado por Napoleón. Al unísono echaría esa Constitución al cesto de los papeles. Los años de su despotismo inmediato fueron los mismos de represión para quienes participaron en las Cortes que proclamaron la Constitución liberal de España en 1812. El mexicano Miguel Ramos Arizpe era uno de ellos.

Depuesto Iturbide, a raíz del Plan de Casamata, se evapora la idea y la parafernalia del imperio –“de opereta”, le llama Christopher Domínguez– y se abre el país a los aires republicanos. El 31 de enero de 1824 se firma el Acta Constitutiva de la Nación Mexicana, brújula ideológica del segundo constituyente instalado el 7 de noviembre de 1823.

Extraordinaria fue la expansión del republicanismo en una sociedad que, hasta el imperio de Iturbide, no había conocido otro gobierno, desde la época prehispánica, que el de la monarquía. Su ideología se articulaba en el bagaje de Miguel Ramos Arizpe y Servando Teresa de Mier, dos figuras a las que la persecución, la cárcel y la injusticia, así como un pensamiento patriótico, revestían de leyenda. Con otras donde se descubrían talentosos bríos políticos, jurídicos y legislativos, la primera Constitución del México independiente retomaría los principios de la de 1814 (libertad, seguridad, propiedad e igualdad, así como la cuña no liberal que proclamaba a la católica como única religión). De la de Cádiz trasplantaría el principio de la soberanía nacional, que la de Apatzingán consignó como popular en su basáltico artículo 5 (el 39 de las constituciones de 1857 y 1917).

El solo nombre de Estados Unidos Mexicanos –nuestra “nortemanía”, según fray Servando– evidenciaba la influencia de este país en el que se daba forma constitucional a su emancipación. Todo lo relacionado con la separación y organización de los poderes y las facultades de cada uno, el gobierno representativo y federal, la forma de las elecciones que instituían a sus autoridades, el sistema bicameral, el presidencialismo, y otros aspectos de la Constitución estadunidense de 1787-89 fueron adaptados a la de 1824.

De las constituciones francesas de 1793 y 1795 se tomó, como hizo el constituyente de 1814, el cuerpo de derechos del hombre y el ciudadano, si bien de manera escasa, confusa y difusa, como señala Emilio O. Rabasa.

En conversación con el diputado Carlos Ortiz Tejeda (compañero de planas en nuestro diario y amigo), le sugería promover una digna conmemoración del texto constitucional de 1824; luego, desde el Centro de Estudios Parlamentarios de la Universidad Autónoma de Nuevo León, le enviaría una comunicación formal en tal sentido. Al frente de la Comisión de Cultura y Cinematografía, Carlos ya trabaja en ello.