PEREZ17102022

Un hombre de bien
Ismael Vidales 

Conversatorio sobre el libro de Alfonso Reyes Aurrecoechea*

Monterrey.- Quiero comenzar por agradecer muy sinceramente a Humberto Salazar, que me haya convidado a escribir unas líneas acerca de cuándo y en qué circunstancias conocí al maestro Alfonso Reyes. También agradezco a Poncho, poeta y gente de pensamiento libre, quien siendo muy joven fue mi jefe en el Departamento Editorial de la Normal Superior por ello, Poncho, te guardo desde entonces gran reconocimiento por tus convicciones y tengo en gran estima tu amistad que siempre he llevado con el orgullo  con el que los revolucionarios franceses lucían su escarapela tricolor en el sombrero.

Desde luego también, es ocasión propicia para reconocer a la FIL, a las autoridades universitarias, a José Javier Villarreal, Antonio Ramos Revillas y a Humberto Salazar, que en medio de este maremágnum de las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial, sigan manteniendo vivo el rumor, de que los libros impresos no deben desaparecer.

En la Noticia Preliminar de la obra que nos ocupa, Humberto señala que ésta dio principio cuando envió sendos cuestionarios, a Lucila Garza (esposa de Poncho y mi compañera docente en el CECyTE N.L.) y a mí.

Mi respuesta al cuestionario, intentó describir en una frase al maestro y lo titulé “Alfonso Reyes, era la bondad personificada”.

En aquellos años de 1960-65, todos los que teníamos sueños periodísticos y tratábamos de realizarlos en modestísimos periódicos estudiantiles, si queríamos que se hicieran realidad, íbamos a la imprenta del maestro Reyes, ahí encontrábamos en un ambiente bondadoso: orientación, papel, diseño y todo lo que necesitáramos. Así fue como conocí al maestro, cuando llegué con dos proyectos de periódicos estudiantiles: “El Estudiante” para la secundaria No. 2 “Jesús M. Montemayor” y “La Cuchara” para la Especialidad de “Actividades Tecnológicas” de la naciente Normal Superior.

Definitivamente, hay hombres que transpiran luz, el maestro Reyes, era de esos. Como bien dijo mi llorado amigo Alfonso Rangel Guerra “Si buscáramos una palabra que expusiera conducta y actitud, podría decirse que Poncho era una persona de trato muy civilizado y respetuoso”.  

Yo siempre lo vi vestido pulcramente, bien afeitado y peinado, zapatos lustrados, camisa blanca y corbata… y un lenguaje sincero, cauto, respetuoso, pródigo en orientaciones y consejos en el arte que bien dominaba, ese arte que convirtió su imprenta en 1967 en la “Editorial Alfonso Reyes”.

Por su imprenta, fielmente cuidada por el jefe de taller Panchito Bárcenas desfilamos, con periódicos estudiantiles en ristre, entre otros, Rodolfo de León y Celso Garza Guajardo.

En la Normal Superior o en el Café Lisboa tuve la gloria de colarme con mis 26 años en algunas tertulias donde alternaban liberales del tamaño de Humberto Ramos Lozano, Ricardo Covarrubias, Timoteo L. Hernández, Humberto Buentello Chapa, Luis Tijerina Almaguer y alguna vez don Santiago Roel, y por supuesto el maestro Alfonso Reyes, un hombre verdaderamente prudente, respetuoso de las ideas de los demás, sabio, su saberes multifacéticos eran admirables.

Sus aportaciones a la cultura nuevoleonesa son inconmensurables, sus servicios a la educación fueron absolutamente gratuitos, su lápiz dejó en las revistas, libros y galerías oficiales los retratos de múltiples personajes de la historia local y nacional, esto y mucho más, le valió ser recipiendario de la Medalla al Mérito Cívico en 1990 junto con el prohombre regiomontano Gabriel Zaid.

Me gustaría terminar con dos anécdotas:
La primera, fue una tarde cuando acudí a revisar pruebas de un libro sobre la vida y obra de don Pablo Livas que imprimía para la Normal Superior, estaba esbozando la efigie del benemérito de la educación y le pregunté “Maestro, ¿es muy difícil dibujar?”

Deslizó hacia mí, un trozo de cartulina, lápiz, una brochita y goma de migajón. “Hazlo tú mismo”, me dijo.

Después de varios intentos y trazos sin sentido, me rendí y procedí a borrar todo, se hizo un montoncito de migajón y papel y soplé en dirección del maestro, todo fue a dar a su camisa impecable…

El maestro sonrió de buena gana y me dijo: “la brochita es para que juntes el migajón y lo coloques en tu mano, luego lo depositas en el bote de la basura.”
Ruborizado a más, entendí que esa aventura era mi debut, beneficio y despedida como dibujante.

La otra anécdota ocurrió en 1970; se me encomendaron diferentes actividades de los festejos del centenario de la benemérita escuela Normal Ing. Miguel F. Martínez, una de ellas, crear el escudo conmemorativo…
 
Garrapateé mi idea, pero no la concretaba por más esfuerzos que hacía, así que la solución fue acudir con el maestro Reyes… él es el autor del dibujo original del actual escudo de esta noble, benemérita y centenaria institución, pero además me sugirió que contara con una descripción heráldica, y allá voy con otro prohombre: el maestro Israel Cavazos Garza… y como era la costumbre de ambos ¡No cobraron ni un cinco! Ambos dijeron que era su regalo a la centenaria cumpleañera.

 Dije al principio que hay hombres que transpiran luz, y agrego, para terminar, que cuando éstos mueren no se entierran, ¡se siembran!; y sus frutos se quedan para siempre, como lo demuestra su nieta Cordelia en su escrito dolorosamente humano que plasmó en este libro y que cuando lo leí, sinceramente confieso, hizo que las lágrimas nublaran mis ojos.

 Sin duda, el maestro Reyes  nos dejó un legado inefable que como bien ha dicho Poncho en su poema, nos permite musitar los versos que rezan: “aquí seguimos, tan acostumbrados a tu sombra de árbol generoso que desafió tantas tormentas… pero la flor de tu recuerdo, alza su cuerpo apenas iniciado entre las tibias brisas del día…” Descansa ya Alfonso Reyes Aurrecoechea, aquí están tus frutos, tus hijos y tus amigos.

* Libro coordinado y antologador por Humberto Salazar Herrera.