Monterrey.- Sucedió el 20 de julio de 1989, a las 7 de la mañana, saliendo del Aeropuerto “Augusto César Sandino”, en Managua:
Regresábamos de la celebración del X Aniversario de la Revolución en Nicaragua. Patricio y yo hacíamos fila para checar el boleto, cuando vi a Doña Rosario Ibarra de Piedra adelante, documentando. Fui a saludarla y después se vino a platicar con nosotros. Nos contó a detalle cómo estuvo el Simposio “Democracia y Revolución”, al que había asistido en esos días en Managua. También habían estado presentes el ex presidente Echeverría; y por separado, Alfonso Martínez Domínguez (con otros siete priistas más).
Doña Rosario nos contó cómo los priistas presionaron para que no la dejaran hablar; pero el último día los sandinistas le dieron la palabra, fue la penúltima ponente. Echeverría estaba en el Presídium. Ella habló de la falta de democracia en México y de la represión; y cuando mencionó que en tiempos de Echeverría hubo más de 300 desaparecidos políticos, entre ellos su propio hijo, le aplaudieron mucho. Echeverría estaba muy incómodo. Los priistas pidieron el “derecho de réplica”; y uno de ellos tomó la palabra para decir que Doña Rosario estaba loca, que había que comprenderla, que estaba dolida… pero que el gobierno mexicano siempre le había respondido a sus demandas.
Cuando terminó, nadie le aplaudió; y él bajó del estrado sin aplausos. Los ocho priistas empezaron a aplaudir tímidamente, seguidos de uno que otro gringo despistado por el idioma. Eso nos contó. Y luego se fue a que le revisaran su maleta y al área de protocolo con los viajeros de primera clase.
Apenas iba saliendo por una puerta, cuando un señor se acercó y ocupó el mismo lugar que había ocupado Doña Rosario, pero dándonos la espalda.
Yo me había quedado siguiendo con la mirada a Doña Rosario y luego me volví a Patricio para comentarle: “Cómo me hubiera gustado verle la cara de ese desgraciado Echeverría cuando Doña Rosario pronunciaba su discurso”.
El señor que estaba junto a nosotros se dio la vuelta y caminó hacia atrás de Patricio. ¡Era el mismísimo Echeverría!, quien había oído mi comentario; se me quedó viendo… y sostuvimos un prolongado duelo de miradas. Yo apreté la mano de Patricio –que comprendió la señal–; en eso se acercó el hijo de Echeverría y se lo llevó a la sala de protocolo.
Al subir al avión, ahí estaba, solo, ocupando los tres primeros asientos de la derecha; y su hijo estaba sentado atrás (de llamar la atención que ningún priista se se sentó a su lado). Frente a él, en los asientos de la izquierda, estaba Doña Rosario, quien me dijodijo: “¡hijita, hijita!, nos vemos en México, quiero que coman en mi casa”.
Echeverría se me quedó viendo; otra vez nuestras miradas se cruzaban... ninguno de los dos cedía.
Cuando llegamos a nuestro asiento, Patricio me dijo en voz baja: “Teresita, a que no te diste cuenta quién viene aquí: Alfonso Martínez Domínguez. Él y Echeverría son enemigos acérrimos, y luego se juntaron Doña Rosario y tú. A ver si no se cae este avión, con todas las malas vibras”.
(La gente de izquierda llamaba “Don Halconso” a Alfonso Martínez Domínguez, por su responsabilidad en la masacre de estudiantes utilizando a un grupo
paramilitar llamado Los Halcones, hecho ocurrido el 10 de Junio de 1971.)
En el vuelo Nicaragua–México, Don Halconso venía sentado delante de nosotros. Hablaba con otro priista sobre la foto que ese día publicaba el periódico “Barricada”: la concentración popular que el día anterior había llenado la plaza pública para celebrar el décimo aniversario de la Revolución de Nicaragua. Halconso decía con su voz gruesa y parpajosa: “increíble, increíble, nadie se imaginaba que la podían llenar”. Pasó el tiempo tomando y hablando con los priistas.
Al llegar a México, Halconso bajó del avión un paso adelante de nosotros; inmediatamente lo rodearon sus guaruras y achichincles; un reportero con una grabadora le hacía preguntas. Yo me le acerqué en el momento que se retiraba el reportero, y le palmeé el hombro; él volteó a verme con su sonrisa chueca y la mano extendida, creyendo que iba a saludarlo; lo dejé con la mano tirante y le dije: “Espero que haya aprendido algo de democracia, y cómo se llena una plaza sin acarrear gente”. Se quedó estupefacto, se le congeló la sonrisa y luego, enojado, gritó: “¡Como en todas partes, como en todas partes!
…¡Usted…! ¡Usted…!” Yo caminé dejándolo sin terminar la frase… creo que trataba de reconocerme.
Y Patricio conmigo, aguantando a esta esposa tan loca que tiene. Ese fue el mejor momento de todo el viaje; me sentí muy satisfecha, porque creo que me vengué de todos los disgustos que nos hizo pasar cuando era gobernador y yo participaba en la Unión de Colonos y Solicitantes de Terrenos Solidaridad; él quería obligarnos a inscribirnos en el PRI y que estuviéramos dispuestos para sus acarreos políticos; por esa razón tuvimos varios enfrentamientos verbales en sus oficinas; el era el gran maestro de los acarreos priistas, de allí el asombro por la plaza llena Nicaragua Libre fue una experiencia fantástica y después volvimos a esa realidad nuestra, a ese nuestro pueblo, tan conforme, miedoso, pasivo y sin una alternativa que valiera la pena.
Al llegar a Ciudad de México, fuimos a casa de Doña Rosario y le conté lo que pasó en el avión y el aeropuerto.
Nos reímos mucho y me dijo: “Eres una picabuches”.
* Este texto es un fragmento del libro escrito por la autora: “Desde abajo y a la izquierda”, publicado en 2010.