Guanajuato.- Una de las tradiciones de más prosapia en Guanajuato, ciudad plena de tradiciones añejas, es el montaje anual del altar hogareño a la Virgen de los Dolores en el último viernes antes de la semana santa. Todos los guanajuateños, aún los alejados del terruño, nos sentimos identificados con la parafernalia que rodea este día: el paseo madrugador en el Jardín de la Unión, la vendimia de flores y follaje para los altares, la visita a las minas para compartir el caldo de camarón y el mezcal con los mineros, el acudir a los altares para preguntar si ya lloró la virgen y así poder consumir el agua fresca de betabel y la nieve de agua; en fin, es el día por excelencia en Guanajuato.
La mayor parte de los orgullosos habitantes de esta ciudad no estamos muy conscientes, sin embargo, del trasfondo simbólico-antropológico de estos eventos, que proyectan el imaginario colectivo que se ha construido a lo largo de los cuatro siglos y medio en que esta cañada ha sido habitada por esos personajes singulares, ávidos de sus riquezas minerales y aventureros en sus entrañas galereñas, como son los mineros.
La usanza del altar de la dolorosa se desprende de los ritos más lejanos del hombre en honor a la madre tierra. Es la búsqueda simbólica de los favores de ese elemento que nos proporciona alimento y materiales para subsistir, pero que también nos puede destruir o devorar si no nos es propicio. La antropología de la religión asocia las deidades femeninas, en particular las que tienen relación con la maternidad como lo es la virgen cristiana , con la fertilidad y la generosidad de la tierra. Los indios mesoamericanos acostumbraban enterrar en sus milpas figurillas femeninas con los rasgos sexuales –en particular las caderas– muy exagerados, como medio de incentivar la fertilidad del terreno. En este sentido, la tierra era el elemento femenino; el agua –serpiente– era el masculino.
Todos los pueblos asumen simbolismos religiosos para interpretar y humanizar el entorno en que les ha tocado vivir. Durante miles de años, el hombre se ha acercado a la naturaleza con la convicción de tratar con una entidad que tiene mucho en común con su propia forma de ser. Esta humanización de la naturaleza ha tenido como vías de expresión a la magia, el animismo, los rituales propiciatorios y la curandería, pero sin duda alguna, las religiones institucionalizadas han sido la máxima expresión de esta preocupación por hacer comprensibles las fuerzas que hacen posible, o imposible, la supervivencia de la especie humana.
El altar a la dolorosa es un claro ejemplo de esta mistificación humanizada. El minero guanajuatense vio en la virgen el reflejo de su desgarradora existencia. La pena terrible que le ocasionan los siete puñales del dolor al ver a su hijo desgarrado y victimado en un sacrificio supremo, inspiraron en el minero una identidad con el destino fatal e inevitable del que diariamente tiene que arriesgar la vida en las entrañas de la tierra.
¿Por qué razón se ha identificado tanto el minero guanajuatense con esta tradición? Permítaseme exponer una tesis personal, que he venido reflexionando desde hace algunos años. Estoy convencido, como mencioné antes, de que la virgen dolorosa es una representación de la madre tierra, a la que los mexicas identificaban con Coatlicue, la madre de Huitzilopochtli, el dios solar. Al igual que la virgen cristiana, Coatlicue quedó preñada por intervención divina. Un día en que ella se encontraba barriendo en el templo del monte Coatépec encontró una pequeña bola de plumas preciosas, que de inmediato se guardó en el seno. Esto fue suficiente para que quedase encinta por intermediación mágica y supranatural. Al enterarse de este embarazo, los hijos de Coatlicue montaron en cólera. Estos eran los llamados Cenzon Huitznáhuac o cuatrocientos surianos, que eran lidereados por su hermana Coyolxhauqui, la diosa lunar. Ellos intentaron matar a su madre por impura, pero antes de que pudiesen tocarla nació Huitzilopochtli, completamente armado, y liquidó a sus hermanos y descuartizó a Coyolxhauqui, arrojándola a los pies del monte Coatépec.
Coatlicue es la divinización de la tierra, la gran proveedora, que es circundada por su hijo el sol y su ingrata hija, la luna. Las estrellas son los cuatrocientos surianos, que diariamente son liquidados al aparecer el sol.
En casi todas las religiones del mundo, las fiestas consagradas a la madre tierra siempre tienen lugar en el equinoccio de primavera, el 21 de marzo –el sol en el solsticio del 21 de diciembre–. La pascua de la religión judía es una preparación al trabajo agrícola y la siembra, que debe efectuarse por estas fechas. Lo mismo sucedía en la Mesoamérica prehispánica, donde se festejaba a la madre tierra con ritos propiciatorios, como las figurillas femeninas de los campos de labranza. La virgen dolorosa pudo haber sido identificada con la sufridísima Coatlicue, o con su equivalente tarasco u otomí. Son advocaciones de la tierra, esa misma que envuelve al minero en su trabajo cotidiano y que le asegura la subsistencia o le arranca la vida.
Por otra parte tenemos otra interesante coincidencia: las festividades de Huitzilopochtli, el dios solar hijo de Coatlicue, tenían lugar en el solsticio de invierno, que tiene lugar el 21 o 22 de diciembre. Hay que recordar que el día de nacimiento de Cristo nunca fue conocido, sino que fue definido arbitrariamente en el siglo III y que se ubicó en el 25 de diciembre para hacerlo coincidir con las festividades de Apolo, el dios grecorromano del sol.
Ahora bien, no deben sorprendernos demasiado estos paralelismos. Todas las religiones del mundo son sincréticas y recuperan tradiciones de los rituales que las han precedido. Nuestro país no fue la excepción. La evangelización no eliminó de tajo el sustrato religioso de los indígenas, sino que aprovechó los elementos más arraigados y los refuncionalizó. Es por ello que el catolicismo que se vive en los hogares mexicanos es tan diferente de los habituales en otras partes del mundo. Pero en esto mismo reside la riqueza de nuestra cultura, en la variedad y en las diferencias. La cultura popular se vive cotidianamente y se recrea diariamente, adaptándose a las circunstancias cambiantes. Su dinamismo es permanente. La tradición nunca es estática: es vital y autónoma, aunque desgraciadamente cada vez más sujeta a agresiones de parte de la subcultura de masas, chabacana y superficial, que están imponiendo los medios electrónicos de comunicación.
Por no estar muy familiarizado con el simbolismo profundo de los elementos de la parafernalia católica popular, no intentaré aventurar una explicación acerca de los componentes del altar contemporáneo. Su composición actual ha sido determinada por la ecología regional, los recursos de las familias y por influencias procedentes de la cultura de masas. Lo que sí puedo ensayar es una enumeración simple de los elementos que componen un altar típico y que definen el carácter peculiar del altar guanajuateño. Estos son: una imagen de la virgen (retrato o de bulto) que ocupa la parte principal del altar; en ocasiones un crucifijo y/o un San José; ramos de álamo y/o roble; tejidos de punto; flor de nube o alelíes; hinojo; manzanilla o mastranto; germinados de trigo; naranjas colgadas o con banderitas; plátanos también colgados; naranjas mondadas o con papel dorado; bolas azogadas; papel picado morado, blanco o amarillo; cortinas de papel de china morado, blanco, amarillo u oro; veladoras de varios tamaños; un incensario, sahumador o brasero; agua fresca en cántaros de barro o vitroleros de vidrio, para obsequio de las visitas; nieve de agua o raspados, y ambrosía (agua de ensalada con betabel). Otros elementos que se encuentran en ocasiones, pero que son foráneos a la tradición local, son los vasos con agua de colores con veladoras detrás (lágrimas de la virgen); los petates con figuras formadas con diversas semillas; las manzanas con oro volador o papel dorado; los comales con chía (que sustituyen a los germinados de trigo); el corazón con los siete puñales del dolor; la ofrenda de los pescados; la ofrenda de los panes; los siete símbolos de la pasión; los azahares, y el chilacayote.
La tradición del altar es una de las más arraigadas en esta ciudad nuestra. Es un legado que tiene mayor presencia que muchas otras usanzas culturales, que en últimas fechas se han querido implantar artificialmente en la creencia de que todas las costumbres tenidas como "mexicanas" deben tener vigencia en todo el territorio nacional. Tal ha sido el caso del famoso altar de muertos, que ha sido impulsado sobre todo por nuestras instituciones educativas en el supuesto errado de que en Guanajuato se montaban al igual que como se acostumbra en la región central y sureña del país, donde existe una profunda raíz cultural indígena. No es así. En Guanajuato no es tradicional el altar de muertos. Pero en cambio sí tiene mucha presencia el altar de la dolorosa, que aunque es un elemento netamente hispánico y criollo, ha encontrado gran aceptación local. Lo que hoy es el estado de Guanajuato ha sido una tierra de encuentros culturales, de cruce y roce de culturas muy diversas, que se amalgamaron en una aleación que ya es muy diferente de las raíces de las que partió: la hispánica y la indígena.
* Texto publicado en el periódico El Nacional de Guanajuato, el 25 de marzo de 1994, p. 7