Mazatlán.- Escucho al Presidente pontificar nuevamente en una de las Mañaneras de esta semana sobre el tema de los apoyos rutinarios en épocas de crisis que ya tenemos encima y dice claro, fuerte, cómo acostumbra decirlo en la plaza pública, si los empresarios esperan apoyos “como sucedía antes” deben olvidarse y, para rematar en el frente abierto, miró fijamente un instante al colectivo de periodistas y blogueros estoicos para preguntarles si hay apoyos: ¿adónde creen que irán?, y sin esperar respuesta de ese público expectante, él mismo se respondió: “A los pobres, porque primero los pobres”.
Sólo los contagiados del virus de la aporofobia -desprecio por los pobres- podría estar en contra de un pequeño abono a una deuda histórica con los más desprotegidos de nuestra sociedad. Los que en el mejor de los casos ganan uno o dos salarios mínimos y en las circunstancias actuales podrían flotar en una mayor miseria. Sin embargo, un presidente de la República de este o cualquier país, nunca debe dar un no absoluto, irreversible, definitivo, en cosas de estabilidad económica, porque un presidente debe ser factor de equilibrio, no de desequilibrio, por más buena voluntad que tenga de favorecer a los pobres.
Es mucho lo que está en juego cuando se habla, afirma, y compromete sus dichos ante esa opinión pública tan diversa que tenemos en nuestro país. No se trata de la matriz binaria de conservadores contra progresistas, de fifís contra no fifís, ricos y pobres. Así, lo recomienda, la más mínima sensatez y la máxima prudencia política. Debe revisar el proyecto y escuchar las partes en disputa por los apoyos finitos y ponderar los efectos que tendría si se inclina en uno u otro sentido y más cuando lo hace en favor de los menos, en perjuicio de los más.
La justicia social, sin duda, es un imperativo ético del cualquier gobierno, pero también por default de sostenimiento de clientelas electorales. Y esto último, resulta difícil de separar en las tareas de un gobierno que busca la permanencia en el poder para cumplir los objetivos de la ambiciosa Cuarta Transformación, inmediatamente levanta ámpulas políticas, provoca incomodidades, cómo lo vemos en el intenso bombardeo en las redes sociales.
Y es donde cobra sentido la afirmación de AMLO sobre la negativa de apoyos a los grandes empresarios. Que durante los gobiernos del PRI y el PAN eran constantes, sonantes y abundantes, mientras a los sectores más desprotegidos le llegaban deudas colectivas y migajas que los hundían en una pobreza espiral, cada día mayor.
Sin embargo, la empresa privada nos guste o no, son un pilar de la economía, y una reducción de la inversión y el nivel de actividad económica, como viene sucediendo contrae los ingresos y eso define el futuro laboral de millones de trabajadores y sus familias. Las grandes empresas en épocas como la que estamos viviendo, primero despiden y luego establecen alianzas con otras del ramo para constituir conglomerados con ambiciones monopólicas y finalmente avanzan en materia tecnológica. Es la sustitución de mano de obra por tecnología intensiva en productividad.
O sea, si las palabras de AMLO están destinadas a proteger a los que tienen menos ingresos puede suceder que termine siendo peor el remedio que la enfermedad. Cada empleo que se pierde en la industria o en los servicios, frecuentemente nunca más se recupera, porque se sustituye por salarios magros o tecnología que reduce el llamado “tiempo socialmente necesario” para producir un bien, pontificaría el viejo Marx.
Podrán crearse nuevas empresas del ramo y hasta emplearse los despedidos de otras empresas, pero, eso no significa
per se, que esos espacios vacíos vayan de la mano de las necesidades del mercado laboral.
Ciertamente AMLO tiene razones fundadas para estar molesto con los grandes empresarios que no están invirtiendo y ahora podrían exigir apoyos para sostener sus empresas, pero para eso es la política, exige mucha capacidad de convencimiento del ejecutivo con la ley en la mano. Los golpes de timón y el tono severo no ayudan, sino polarizan socialmente y sobre todo en las élites políticas y económicas.
Y ojalá solo fuera un asunto de animosidades, de estados de ánimo o temperamentos personales. Tenemos una historia olvidada de contracción de uso de mano de obra y fugas de capital que nadie recuerda en los grandes medios de comunicación.
Quizá, la historia más estrepitosa fue la de 1976, cuando Luis Echeverría se enfrentó a los grandes empresarios y aquellos se replegaron llevando sus capitales al extranjero con lo que se desbarrancó el modelo del desarrollo estabilizador y con ello vino la devaluación del peso, que recordemos se había mantenido inmutable desde 1954 con una paridad de 12.50 pesos por dólar.
Afortunadamente el aumento de los precios del petróleo serviría de amortiguador para el siguiente gobierno, el de López Portillo que “administró la abundancia” terminando su gobierno en medio de una gran crisis cuando en 1982 en su VI Informe de Gobierno ante el pleno de la Cámara de Diputados, teatralmente estalló en llanto y reclamó contundente: ¡Ya nos saquearon, México no se ha acabado! ¡No nos volverán a saquear! Lo que con eso abrió la puerta para que el país transitara el largo camino neoliberal que AMLO está decidido a acabar con él. Sin embargo, el petróleo como “palanca del desarrollo” pasa por su peor momento y el horizonte se muestra incierto.
En estos meses el peso ha perdido un 26% frente al dólar. Y puede seguir perdiendo mientras dure la crisis del coronavirus. Claro, están las condiciones excepcionales de la economía mundial que han tirado no sólo está moneda sino muchas otras incluidas las llamadas “fuertes”. ¿Qué parte de ese porcentaje podríamos atribuir a la protección de nuestros grandes empresarios en la divisa dólar o colocación de reservas en destinos off shore?
No lo sé, pero lo que si es constatable es la contracción de la inversión privada hasta no ver clara la política de inversiones del gobierno federal para este año. Sin ser especialista en el tema, basta un poco de sentido común, para entender la decisión que para muchos fue y es buena idea convertir los pesos devaluados en dólares o euros o en esa lógica que esos capitales hayan viajado hacia otros destinos financieros. O sea, colocar activos en países con mejores tasas de interés que en México sabemos están a la baja, cuando la lógica llamaría a elevarlas para evitar la fuga de divisas a mercados financieros más rentables.
Entonces, las circunstancias internacionales llaman a bajar el tono de las declaraciones sin sacrificar principios, ni políticas públicas, mucho menos el diálogo con los actores económicos, son momentos de hacer política de mediano y largo, reforzar y reconstruir puentes en un contexto de diverso de actores, para un escenario que ya no será el mismo cuando pase la pandemia.
Es decir, necesitamos un estadista para tiempos de crisis y con mucha capacidad de interlocución con los factores reales de poder y menos a un político reactivo, de corto plazo, emocional.
Sólo, por eso, usted, ¡perdone!
Al tiempo.