Al son de la guitarra
No deja de ser una curiosidad que precisamente en la cada vez menos pequeña y provinciana ciudad de donde soy oriundo se realice, sin defecto cada verano, un festival de guitarra (hay otro de formación para cantantes y uno más reducido de órgano que tiene como escenario la catedral), en principio el primero de esta naturaleza en el noreste mexicano luego, con el correr de los años, va ya por la vigésima edición, ha llegado a convertirse en el principal festival en la comarca y al parecer ahora en el país entero. Desde el inicio la guitarra clásica ha querido ponerse en diálogo con la guitarra flamenca y el folclor argentino (en ocasiones con animado acompañamiento de bandoneón). Casi todos los recitales se llevan a cabo con el sonido natural del instrumento amplificado por modernos magnavoces. De vez en cuando, aunque las dimensiones del ámbito donde tendrá lugar el concierto resulten algo apabullantes, como es el caso del Teatro Fernando Soler en Saltillo, a diferencia del relativo recogimiento de la capilla del ex colegio de los jesuitas, el actual Museo de las Aves, en ambos recintos se hace uso de un técnico de sonido, con resultados que a veces llegan a ser en verdad discretos, es decir, a notarse apenas, como debe ser en el caso de la música académica la cual, en el escenario idóneo, prescindirá de la amplificación artificial del sonido pero, si es absolutamente necesaria, ha de reducirla al mínimo posible. El plato fuerte de esta edición fue el recital del japonés Kazúhito Yamáshita, quien prescindiendo de toda esa molesta parafernalia de magnificación eléctrica del volumen, ofreció un programa con lo más representativo de la obra para guitarra de Manuel María Ponce, cuatro sonatas (la mexicana, la clásica, la tercera y la romántica), sólo la segunda, la sexta y las dos sonatinas quedaron por necesidad excluidas (hubiese sido menester dos recitales consecutivos). Para aquellos melómanos que, por supuesto y con orgullo jamás pasamos por una formación guitarrística, la lección que impartió el nipón fue magistral y precisamente en la patria del compositor. Jamás se acabará de ponderar las virtudes que oscilan entre las mayores delicias y refinaciones del romanticismo y el impresionismo de este gran compositor, natural de Fresnillo, Zacatecas. Los efectos cuasi histriónicos de Kazúhito, quien transmite una interpretación de una sonata ponciana de una manera tan profunda y tan solemne como si de la recitación de un mantra budista se tratase, son apabullantes incluso para quienes asisten por primera vez a un concierto de buena música (como fue el caso de un amigo, más bien aficionado al cine). Antes de ese concierto pude asistir a dos recitales de sendos maestros europeos, Judicaël Roy, quien ha grabado ya para el prestigiado sello de Naxos un disco con obras de Johann Sebastian Bach, y Łukasz Kuripaczewski, de la Academia de Música de Poznań, quien tocó alguna obra de su compatriota el compositor polaco Krzysztof Penderecki, ambos jóvenes maestros y docentes. Para mí el festival cerró con la interpretación de Manuel Barrueco, guitarrista cubano cuya carrera se ha desarrollado en Norteamérica, quien hace sus propias transcripciones y arreglos de obras barrocas, originalmente compuestas para el violín, como es la suite VII de Weiss y la partita II de Bach, entre otras piezas originales para la guitarra de Federico Moreno Torroba, Joaquín Turina e Isaac Albéniz. Barrueco ha sido un invitado frecuente al festival, uno de los concertistas de más amplia trayectoria en el instrumento.
La ciudad de México se llena de ecos de otros lagos
Alguna vez la lacustre o más bien palúdica ciudad de México, pues a diferencia de Finlandia, surcada por fiordos y lagos profundos, los pantanos de escasa profundidad, casi lagunas o paludes en latín, ahora casi extintos o bien cuya sombra duerme en oquedades en el subsuelo, ha inspirado otros sones, si no menos profundos (en Chávez, Revueltas, Enríquez e Ibarra), coloridos de un modo bastante diverso. Descendiente directo del romanticismo de un Brahms, contrincante en lides sinfónicas de Bruckner y Strauss, tan distinto de su amigo Gustav Mahler, quien decía que una sinfonía era ofrecer un poco de todo, Jean Sibelius es, sin lugar a discusiones, el compositor nacional finés, un genio irremisiblemente marcado por los tonos oscuros, densos y profundos, acaso el último de los grandes compositores románticos tardíos (muerto en 1957). En un afán por ofrecer el grueso de la producción sinfónica de Sibelius, la Filarmónica de Hélsinki bajo la batuta del director titular (desde el 2008) John Storgårds, director habitual de las sinfónicas de Oulu, Tápiola y Támpere, propuso las siete sinfonías, el concierto para violín, el poema sinfónico Finlandia y la célebre Valse triste. La elección y graduación del programa no podía resultar más sabia y acertada. La Filármonica de Hélsinki, que cuenta con 132 años, siendo la más antigua en Escandinavia, ha tenido como directores a Robert Kajanus, Paavo Berglund, Leif Segerstram y desde el otoño de 2016 tendrá a una mujer, Susanna Mälkki. El primer programa abrió con la Sinfonía número 1 en mi menor, el Concierto para violín y orquesta en re menor, y la impresionante Sinfonía número 5 en mi bemol mayor. Es decir, comenzar por el principio, ver los titubeos y experimentos del joven Sibelius, su incursión en el género concertístico y la apoteosis de su quinta sinfonía (al igual que las de Beethoven, Mahler y Bruckner, obras titánicas). Baba Skride, joven y sutil artista del violín, entabló un diálogo cuasi íntimo y familiar con la orquesta, como si de la interpretación de música de cámara se tratase, renunciando al heroísmo y lucimiento individual. Por su parte, el acompañante, John Storgårds redujo la masa sonora al mínimo para no opacar la tenue pero auténtica voz del violín. Este detalle de índole artesanal en la interpretación, como muchos otros, contribuye a darle ese realce y sabor tan característico de esta orquesta, este compositor y esta interpretación. El segundo programa abrió con Finlandia, luego la Sinfonía número 4 en la menor y la Sinfonía número 2 en re mayor. Siempre con una graduación de intensidad en la dinámica y en la curva estética, procurando concluir con un ascenso. La elección de las obras y el orden preciso en que fueron interpretadas son intachables. El culto público de la capital mexicana respondió con un teatro casi lleno, sin aplaudir entre movimientos, observando con agudeza las decididas y claras indicaciones del director. Se nota lo que 30 años de formar un público conocedor han obrado, bien dispuesto para ciclos enteros de Richard Strauss, Anton Bruckner y, por supuesto, Gustav Mahler. El tercer programa, integrado por la Sinfonía número 3 en do mayor, el Vals triste, la Sinfonía número 6 en re menor y la Sinfonía número 7 en do mayor (compuesta en un solo movimiento con partes claramente definidas, uno de los experimentos más audaces del compositor.) El vals fungió a manera de Zugabe o bis en la primera parte; las dos sinfonías en la segunda parte resultaron de leyenda. Desde luego, hubo sendos bis, propiamente dichos, en cada uno de los programas, siempre obras de Sibelius, para no salirse del tema, aunque de carácter más breve y en ocasiones jocoso, como de pronto puede ser también ese grave y recio espíritu del norte.
San Miguel de Allende casi después de 40 años
Se trata de la edición número 37 del Festival Internacional de Música pero no sólo eso sino que tenía casi cuatro décadas de no poner pie en ese extraño y mágico pueblo que es San Miguel. Recordaba su santuario, en mi infancia algo más oscuro y sombrío, ahora de un rojo fulgurante y renovado. Las callejas con empedrado, las fachadas de las casonas coloniales, tantas de ellas sin renovar, el aspecto inconfundible de un poblado más en el Bajío, en realidad y siempre una pequeña ciudad de provincias, culta y recoleta, una suerte de Innsbruck mexicana. Me enteré, por un afortunado accidente, de la inminente presentación del Cuarteto Parker, integrado por jóvenes músicos orientales en su mayoría, los chinos Daniel Chong, primer violín, su mujer Ying Xue, segundo violín, el coreano Kee-Hyun Kim, chelo, y Jessica Bodner, acaso de origen hebreo en la viola. La nueva ola de los intérpretes orientales (chinos, japoneses y coreanos principalmente) hace irrupción en el ámbito no sólo de los solistas sino de los conjuntos canónicos de cuerdas, en este caso, el más ejemplar de éstos, un cuarteto. La mafia hebrea que parecía dominar este tipo de ensamble como otros (el célebre Trio Beaux Arts, por mencionar uno) comienza a admitir cierta variedad, especialmente en un país como los Estados Unidos, plataforma de lanzamiento de tantos grupos en la música culta y popular. Dos conciertos que, por motivos de absoluta estrategia de viaje, tuve que reducir a uno, el más esencial, procuré, el segundo de ellos con obras de Felix Mendelssohn Bartholdy, Tan Dun (1957) y Piotr Ílich Chaikovski (transcrito a la inglesa en el programa de mano como Pyotr Ilych Tchaikovsky). El primer programa había ofrecido el Cuarteto de cuerdas en si bemol mayor (La caza) de Mozart, Espirales de hélice para cuarteto de cuerdas de Augusta Read Thomas (1964) y el Cuarteto número 3 en si bemol mayor de Brahms. Ganadores de un Grammy, por la interpretación de los cuartetos del compositor húngaro György Ligeti, registrada en el sello francés Naxos, el Cuarteto Parker se ha distinguido por sus exactas, mesuradas y expresivas interpretaciones de obras contemporáneas. Cuando se llega al repertorio clásico y romántico, el deje contemporáneo entraña una mesura, una distancia, una objetividad. Es como ver y oír autómatas, incapaces de cometer error alguno, exclamó mi amigo Alfredo Faz. La obra de Tan Dun, un compositor chino emigrado que vive en Norteamérica, encargado de música para filmes, es impresionante, con esos colores sombríos de la escuela vienesa, con ecos de Anton Webern y Arnold Schönberg, combinados con características tonales propias de la música folclórica china. El Tan Dun serio deja muy abajo a Philip Glass, por citar compositores de música para filmes. A la semana siguiente habría de volver a San Miguel para escuchar esta vez ambos programas con el Trio Hermitage, integrado desde hace tres años por Misha Keilin, violín, Sergéi Antónov, chelo, e Ília Kazántsev, piano, emigrados que ahora viven en Nueva York. El primer programa fue netamente ruso, Dmitri Shostakóvich, Antón Arenski y Sergéi Rajmáninov, de una expresividad y una decisión tan singulares que lograron producir la tan esperada casa llena para el concierto final, con obras de Beethoven, el Trío con piano número 11 en si bemol mayor (Gassenhauer), el Trío con piano en la menor (Hafträsk) de Sibelius, en la primera parte y en la segunda, el Nocturno en mi bemol mayor de Schubert y el Trío con piano número 3 en do menor de Brahms. Por la emotividad, el sonido generoso y el carácter histriónico casi dramático de los intérpretes, este segundo programa resultó inolvidable. Es la primera presentación pública del Trío Hermitage en México, me aseguró el director artístico del festival, el señor Dirk Bakker quien, con el apoyo esencial de la comunidad estadounidense, continúa realizando estos eventos de música culta.
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