Ciudad Juárez.- El Frente Nacional de Abogados Democráticos avanzaba rápido en constituirse como un organismo representativo de un sector, si bien minoritario de los profesionales mexicanos del derecho, sí muy activo y partícipe en diversos movimientos obreros y sociales, en los cuales sus miembros nos desempeñábamos como asesores jurídicos. Por esta razón, los organismos internacionales comenzaban a tomar en cuenta al FNAD para invitarlo a sus reuniones. Una de ellas fue la Asociación Americana de Juristas, que convocó a una reunión en la ciudad de Managua en el mes de agosto de 1981.
A diferencia de la realizada en Moscú meses antes, el FNAD envió esta vez una numerosa representación, pues acudimos alrededor de diez compañeros. La primera sorpresa que nos llevamos fue la propia ciudad. A pesar de que teníamos noticia del terremoto ocurrido nueve años antes, que había devastado a la capital nicaragüense, no imaginábamos la magnitud de los estragos y los cambios tan contundentes ocasionados por el sismo.
En lugar de una urbe a la manera de las usuales, con su centro histórico, sus edificios gubernamentales, plazas y demás, ante nuestros ojos apareció una sucesión de casas y edificaciones repartidas en el campo y separadas por milpas, bosquecillos y matorrales. A lo largo de los caminos, se miraban los nombres de fondas, de consultorios de médicos, despachos de abogados, oficinas y tiendas. Habían desaparecido las direcciones propias de un centro urbano y en lugar de calles y números, se decía, por ejemplo: pasando la botica tal, caminas tantas varas a la izquierda y en el recodo siguiente allí está.
Nos presentamos en la asamblea de la AAJ, especie de filial de la Asociación Internacional de Juristas Democráticos en el continente americano y escuchamos los pronunciamientos esperados a favor de la independencia y autonomía de los pueblos, las condenas a tiranías y gobiernos impuestos o solapados por el imperialismo norteamericano.
Antes, habíamos sido recibidos por uno de los nueve comandantes de la revolución sandinista. Estábamos reunidos en una amplia y bella sala cuyo techo inmediatamente capturó mi atención, brotada de mi persistente gusto por la madera. Cruzaban por encima de nosotros gruesas trabes de caoba, dispuestas y engarzadas de tal manera en una formidable estructura, que cubría vanos de varias decenas de metros, sin soporte alguno entremedio. El conjunto resultante me parecía de una gran belleza, provocando al mismo tiempo una sensación de agradable seguridad. Los japoneses han trabajado este sistema de construcción y ensambladuras con madera desde hace milenios y se les reconoce por su altísima calidad, sin embargo, nunca he vuelto a ver un techo tan perfecto como éste de la sala de Managua.
Entretenido mirando hacia arriba, apenas advertí el ingreso de un numeroso grupo de soldados o milicianos que se colocaron en las puertas y alrededor del recinto. Poco después, con un pequeño séquito, entró Bayardo Arce, comandante sandinista, colocándose en el centro de un amplio círculo formado por los delegados, a quienes nos dirigió un breve discurso. Aparentaba menos de treinta años, delgado y con barba rala. Se cubría con una boina guevariana en la cual aparecían las insignias militares de su grado y fumaba un largo puro. Era una copia de las figuras de Fidel y el Che durante los primeros años de la década de 1960.
“Este bato no sabe fumar puro”, murmuró en mis oídos Guillermo Staines. Junto con el resto de la iconografía que distinguía su atuendo, el habano era una manifestación de los rasgos externos imitadores de la revolución cubana. De inmediato se me vino la idea a la mente: así como no se puede fumar puro sin estar habituado, tampoco es posible extrapolar los procesos históricos.