Ciudad Juárez.- La presencia de Carmen Merino, abogada de fama en la ciudad de México, defensora de presos políticos, española de origen, hacía brillar a nuestra delegación. Desde la formación del FNAD, me había distinguido con su amistad y su confianza. Había llegado a México muy joven, al término de la guerra civil en su país, en donde había militado en la juventud comunista. Era dura en las críticas, “sin pelos en la lengua” y exigente en los comportamientos personales. En alguna ocasión que el FNAD realizó una asamblea en Culiacán, espetó a un grupito de congresistas que llegaron desvelados y presumiendo de aventuras: “Si os vais de putas no sois abogados democráticos”.
Estábamos en una fila cambiando dólares por córdobas a la tasa oficial, mientras que afuera del banco un aparato de sonido anunciaba la venta de la moneda nicaragüense a la mitad del precio. “¿Pero qué clase de revolución es ésta, si no puede callar a ese bocón?”, exclamó Carmen con voz tronante. Habían transcurrido dos años desde el triunfo sandinista; sin embargo, el nuevo poder distaba mucho de haberse consolidado y legitimado. Tampoco había aprendido a lidiar con sus enemigos.
La joven revolución centroamericana se antojaba como una nueva esperanza para los pueblos. Tal vez, se pensaba, con su frescura y novedad podía resolver el dilema entre la igualdad y la libertad, en el cual se habían entrampado las revoluciones del siglo XX. El entonces presidente de México, José López Portillo, con su innegable destreza para acuñar frases, había sintetizado la idea ubicando a la nicaragüense entre la revolución mexicana y la cubana. De hecho, un poco la había colocado bajo su tutela enviándole ayuda. Así, la CFE había electrificado áreas importantes del país y por Managua circulaban los característicos y modernos delfines, como se conocía a los autobuses urbanos de la ciudad de México. Bastante agradecidos se mostraban los nicas por este regalo, pues sustituían a los primitivos e incómodos camiones de carga con asientos improvisados, típicos del país.
No eran sólo los delfines y los equipos de la CFE en donde se mostraba la presencia mexicana. Por encima de todo, estaba la música. En cualquier parte se escuchaban a los infaltables Pedro Infante y Jorge Negrete, pero además a los contemporáneos José José, Pandora, etcétera, etcétera. Recordaba una opinión de Julio Padilla, un colega profesor de la facultad de Economía de la UNAM. Era guatemalteco y me afirmaba: así como tus paisanos de Chihuahua ven a la ciudad de México, la vemos los centroamericanos, es el centro de nuestra vida cultural y en parte, también política. Exageraba por supuesto, aunque alguna razón llevaba por cuanto casi todos los intelectuales y políticos de las cinco repúblicas, alguna vez vivieron en la capital mexicana.
Uno de ellos era Ernesto Cardenal, poeta, en un país reconocido como tierra de poetas, desde que Rubén Darío iluminó el firmamento literario. Era cura, teólogo y político que descollaba en cada uno de estos ámbitos. En 1981 se desempeñaba como ministro de cultura del gobierno sandinista, al cual le brindaba un toque de universalismo y humanidad. Años antes, en la ciudad de Chihuahua, Rubén Lau me había prestado un libro con epigramas de Cardenal. Me aprendí uno de amor: “Si tú estás en Nueva York / en Nueva York no hay nadie más / y si no estás en Nueva York / en Nueva York no hay nadie”. Lo dije en una conversación con varios militantes sandinistas de ambos sexos, hecho que me ganó su complacencia.
Como señalé, Managua se asemejaba a un campo colosal con habitaciones repartidas aquí y allá. La dueña de una pequeña granja nos invitó una comida bajo los árboles de su heredad. Todo era agradable y delicioso, los platillos, el ambiente, la bebida. En una de esas, sacó unos pequeños chiles y nos retó: ustedes los mexicanos son muy buenos para comer picante, ¿verdad? Conociendo mis limitaciones en la materia, le dije: “pues yo no tanto, mejor quíteme de la lista”.
“Entonces, renuncia aquí a ser mexicano”. “Pues sí, la verdad sí”. Los demás, entre medias risas, dieron la callada por respuesta; pero un amigo de Sinaloa salió al rescate de nuestro honor patrio y le respondió: “Échemelo, ni modo que esté más bravo que el chiltepín de mi pueblo”. Confiado, lo mordió a la mitad. Luego comenzó a sudar y –decía un defeño, con socarronería–, se le salieron todos los fluidos. Después de un rato y una jarra de agua, apenas pudo balbucear: “¡Sí está más bravo que el chiltepín!”
El asunto se dirimió cuando la anfitriona propuso un brindis con ron nicaragüense. Eran los tiempos de la luna de miel entre sus respectivos países y ambos, cubanos y nicaragüenses, se guardaban todo tipo de consideraciones. Había un punto, sin embargo, en el que los nicas no cedían a la cortesía: en la calidad del ron. Afirmaban que ninguna de las marcas cubanas, podía superar a su Flor de Caña. Para mi gusto, tenían razón.