CRONA10082020

VIAJES Y REFLEXIONES
Nicaragua 1981, 3 (última parte)
Víctor Orozco

Ciudad Juárez.- Masaya es una ciudad mitad indígena y mitad mestiza. Su nombre y su entorno la identifican con el idioma náhuatl de los antiguos mexicanos, en el cual se le nombraba Mazatlán y al volcán próximo Popogatepe. Ubicada a menos de treinta kilómetros de Managua, se hizo famosa durante los últimos días de la insurrección sandinista porque sus habitantes se involucraron en un gran número apoyando a “los muchachos”, como se identificaba a los combatientes del Frente Sandinista de Liberación Nacional.

     Pero su carácter estriba en ser un centro artesanal a la altura de los mejores en el mundo. La destreza y el talento de sus artífices producen obras de envidiable belleza en la cerámica, el cuero, los tejidos de lana y algodón y para mi gusto sobre todo la madera. Usando algunos de los árboles tropicales de la zona, logran piezas de diversos colores naturales, desde un café oscuro, marrones de diversos matices y un amarillo espectacular. Años después admiré por igual a los artesanos de madera en San Antonio de Ibarra, pueblo de Ecuador, que no les van a la zaga. Pasamos en la ciudad todo un día y me llevé una mala impresión al advertir de cómo es expoliado el trabajo y los preciosos recursos naturales de estos pueblos. En el mercado negro, el dólar estaba por los cielos, así que cualquiera con unos cuantos billetes verdes, podía llevarse los tesoros artesanales a precios de rajatabla.

     Fuimos a contemplar el hermoso lago Nicaragua y al día siguiente volamos de regreso. Mientras que en Nicaragua había triunfado la revolución, en El Salvador la guerra civil ardía en todo su esplendor. El Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional y el Frente Democrático Revolucionario, organizaciones que representaban a las fuerzas opositoras al gobierno conservador, lograron establecer una alianza que le dio mayor credibilidad a la lucha.

     En lo personal, me atañía la revolución salvadoreña porque un año antes, el 8 de agosto de 1980, el periodista chihuahuense Ignacio Rodríguez Terrazas había sido asesinado por un francotirador del ejército mientras cubría un enfrentamiento en las calles de San Salvador. Era miembro de la pequeña agrupación política que publicaba el periódico El Martillo, en la cual militábamos varios compañeros desde la época de las grandes movilizaciones populares en la ciudad de Chihuahua, durante la década anterior.

     Viene al caso esta digresión, porque estando en Managua nos enteramos de la declaración conjunta que hicieron los gobiernos de México y Francia, reconociendo el carácter de beligerantes a los guerrilleros salvadoreños, otorgándoles así una personalidad jurídica en el ámbito del derecho internacional. Este hecho colocaba a nuestro país entre los enemigos del gobierno salvadoreño. No recuerdo la explicación, pero ya en el vuelo nos informaron que el avión haría una escala en San Salvador.

     Por supuesto, cundió la alarma entre el grupo de mexicanos, temiendo alguna represalia de los furiosos anticomunistas gobernantes en El Salvador. Nosotros, colegíamos, éramos presas perfectas: mexicanos, asistentes a un congreso de izquierdas, con las maletas cargadas de folletos y periódicos sandinistas. Nada qué hacer cuando aterrizó el avión y de inmediato fue rodeado por un comando militar. Después de varios minutos expectantes, se abrió la puerta y subieron varios soldados en uniforme de campaña. Echaron una mirada a lo largo del pasillo y unos minutos después su jefe les ordenó retirarse. Respiramos hondo, cuando el aparato enfiló en la pista y se elevó rumbo a México. Siguieron las bromas ruidosas y las burlas de nosotros mismos, que duraron todo el viaje y en reuniones sucesivas.

     Me quedé con una hipótesis sobre la revolución sandinista: en muchos aspectos se parecía a la mexicana, más que a la cubana. En Nicaragua estaba instalado un régimen de privilegio, que permitió a la familia Somoza y a sus adláteres hacerse del poder económico y político, con exclusión no sólo de fuerzas populares sino incluso de sectores de la burguesía. Otra vez, Cardenal, resumía la situación en un epigrama: “Somoza devela una estatua a Somoza en el estadio Somoza”.

     Mucho se parecía este sistema al configurado por el terracismo en el estado de Chihuahua, en donde el clan dominante acaparó antes de 1910, además del gobierno, a las principales actividades productivas en alianza con el capital norteamericano. La clave de los Somoza para mantenerse durante cuatro décadas en el poder estribaba en el ejército y en el apoyo norteamericano. Cada administración de la Casa Blanca les refrendaba su respaldo, desde el admirado Franklin D. Roosevelt, quien pronunció aquella infausta frase sobre el fundador de la dinastía: “Tal vez Somoza es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.

     Ninguna de las esperanzas alimentadas tan fervorosamente sobre la joven revolución de 1979 se cumplió: en lugar de un nuevo régimen garante de libertades y comprometido con un consistente esfuerzo para acabar con la pobreza y alcanzar mayores grados de igualdad, se llegó a uno encabezado por Daniel Ortega, el líder más importante de los sandinistas, convertido en un dictador atrabiliario, aliado de fuerzas oscuras de la oligarquía y del clericalismo. Eso sí, con una fraseología antimperialista.