Un tiempo de lucha del que no se habla. No existen los celulares, los teléfonos empiezan a ser intervenidos, puntos de contacto establecidos con anterioridad nos permiten reconectarnos. Asilarse o permanecer. Limpiar las casas, enterrar documentos, microfilms, archivos que un día serán históricos en bolsas de polietileno debajo del gallinero. Aprender a vivir sin miedo aún temblando. Por un día en que ningún ser humano tenga que buscar la comida en tarros de basura. Por un día en que los niños no se mueran de desnutrición o de diarrea. Por un día en que los seres humanos vuelvan a ser libres. Labor periodística en la clandestinidad.
Consejos de guerra, campos de prisioneros. Campos de concentración donde un consejo espúreo decide quién muere, sin delito alguno, por el solo hecho de haber pertenecido a la Unidad Popular. Entierros del desierto. Nos dice uno que logró escapar por las alcantarillas, al mar: “Ponte a cavar las tumbas, me dijeron. Sentí la ráfaga, me desmayé. A vos no te vamos a matar, te vamos a volver loco huevón. Me obligaron a enterrar a mis compañeros.”
Los primeros periódicos de la resistencia fueron hechos en los ”mimeolibros”. Que se hacían calando un rectángulo en la tapa dura de un libro, al que se engrapaba un trozo de seda nylon, abajo se ponía el stencil picado a mano o a máquina, técnicas que se fueron perfeccionando hasta hacer portadas a dos colores: ...la resistencia popular triunfará. Grandes gomas de zapatero eran talladas a mano: timbres que imprimían rollos enteros de papel engomado que luego serían pegados en muros, asientos de buses, baños: Abajo la dictadura. La resistencia popular triunfará.
Autos de vidrios polarizados sin patente recorrían las ciudades buscando sospechosos. El terror de sentir una frenada en hora de toque de queda.
Un tiempo de lucha del que no se habla. Años de dolor, noticias de caídas que provocaban síntomas de envenenamiento en el cuerpo. No se habla, cuando eres una sobreviviente. Te callas, por el inmenso respeto a quienes ya no pudieron hablar, ni respirar, ni cantar, ni crecer, ni madurar, ni tener hijos, ni verlos crecer.
Lloras dormida, solo soñar te da miedo. Al despertar debes ser valiente, no dudar jamás, no quebrarte. Luchar es necesario, como comer. Pero uno tras otro van cayendo tus compañeros, ningún heroísmo es suficiente.
Al final, vemos la última posibilidad de sobrevivir: el asilo. Muchos quieren ayudar. En torno a la Vicaría de la Solidaridad se gestan los apoyos. El cardenal Silva Enríquez pide salvar la vida inocente que llevas en el vientre. El dictador ha hecho un convenio de no asilo con los gobiernos europeos, a cambio de la liberación de presos. Pero se mueven hilos. El novio del embajador me había conocido de adolescente: “¿La Ximenita una terrorista? Imposible, si es un ángel”. El cura confesor del embajador también interviene. Al fin, lo convencen.
Entramos en el Mercedes de la embajada, elegantemente vestidos, como invitados a comer. En la puerta nos recibe Antonio Aveledo, Encargado de Negocios, con las manos en los bolsillos de su chaleco: ¡doña Ximena!, dice sonriendo, moviendo la cabeza de lado a lado. Entré sin decir palabra y todavía puedo sentir el silbido del sillón de piel sobre el que me desplomé: estaba viva.
Dos
Ni siquiera en la embajada estamos a salvo. Hay francotiradores apostados en edificios aledaños. De esos meses en que se nos negó el salvoconducto solo recordaré la noche en que nació Carmen. El parto estaba teniendo lugar en el sótano, sobre una colchoneta en el piso. Ningún médico se atrevió a entrar a la embajada. El embajador llamó a su amigo, un doctor venezolano que nunca había atendido un parto y que a falta de estetoscopio traía una botella de ron. El parto se detuvo, yo empalidecí, todos se asustaron, hicieron entrar al director de una clínica cercana. Al auscultarme fue claro: o muere ella y el bebé o la sacamos de aquí. El Encargado de Negocios negoció con el Teniente coronel de la comisaría cercana. Patrullas por delante y patrullas por detrás de la ambulancia me escoltaron el par de cuadras que nos separaba de la clínica. Alcancé a ver cómo sacaban a mi hija, azul. Me desperté en un pequeño cuarto, con un carabinero cuidando la puerta y otro la ventana. Las enfermeras me venían a ver con simpatía, trayéndome pañales y revistas de regalo. Entraban a empujones con los policías que me cuidaban, creyendo que venía de la cárcel. A las pocas horas nos regresaron a la embajada. Allí vivió mi hija Carmen sus primeros 4 meses, hasta que recibí un salvoconducto.
Tres
Roberto Kozak, director del Cime (Comité Intergubernamental para las Migraciones Europeas) me espera en la puerta de la embajada. Trae de la mano a Natalia. Mi hija que ya tiene 4 años (y dos los ha pasado siendo protegida de la Dina por su abuela, oculta en distintos domicilios y ciudades), me mira seria: soy la madre ausente, la madre mítica, y traigo en brazos a su hermana recién nacida. En el aeropuerto nos colocan en una sala junto al primer grupo de presos recién liberados. Allí está Gladys Díaz, “Flaquita, tantas veces que juré no haberte visto nunca”, susurra mientras nos abrazamos llorando, ante la mirada cínica de una fila de agentes de la Dina, que nos observan del otro lado del vidrio.
En el avión vamos solo ex presos liberados, dirigentes y militantes del Mir y del Partido Socialista, y yo que vengo del asilo, con mis hijas. En la última fila van dos agentes disfrazados con sotanas. El viaje es de reencuentros, camaradería y emociones.
Casi todos descienden en Alemania. Yo continúo a Suecia. En Estocolmo nos cambian a un pequeño avión que nos lleva hasta Vâxjô. Mi equipaje es una bolsa de pañales con algo de ropa. No traigo ningún documento. El avión aterriza en la noche, una límpida noche estrellada en medio de la nieve. Al bajar por la escalerilla viene hacia mí una joven sueca, con una larga trenza y blujeanes: “¿Ximena, verdad?”, me abraza cálidamente. Entonces sé que he llegado a Suecia, la Suecia acogedora que salvó tantas vidas.
En el campamento de Alvesta nos espera una pequeña comisión de bienvenida de mujeres mayores, compañeras chilenas que nos reciben a la manera de Chile, con té caliente y pan amasado.
Estamos vivas, en un mundo distinto, un campamento compuesto por viviendas compartidas, donde habitan temporalmente unos 500 refugiados chilenos, argentinos, uruguayos, brasileros, paraguayos... parece una OEA, pero una OEA hecha de comprensión, camaradería y dolor, donde por fin se duerme en paz escuchando los sonidos de la noche y se desayuna en el gran comedor con ventanales a la nieve, sabiendo que será un nuevo día. Nos llevan al pueblo a comprar ropa adecuada para el invierno. A los pocos días empezamos con Natalia a asistir a clases de sueco, mientras el matrimonio uruguayo, con quienes comparto la cabaña, me cuida a la bebé. Tengo 26 años. Es el mes de diciembre de 1976.
Imagen: Ximena Subercaseaux.