Monterrey.- Esta película recién estrenada en Netflix nos ha movido el tapete de una forma u otra. Todos en Monterrey conocimos el fenómeno de las bandas llamadas kolombias, cholombianas o cholokolombias. Quien lo niegue es porque decidió cegarse a otras formas de habitar una ciudad que existe más allá de los aparadores exclusivos de San Pedro.
Los cholombianos (lo que queda de ellos) es un sector juvenil de las franjas más precarizadas de esta ciudad ferozmente dividida en niveles socioeconómicos que ha ido construyendo sus señas de identidad hasta hacer de Monterrey un crisol cultural de territorios y submundos mezclados a regañadientes, a veces enconados entre sí, unos más expuestos que otros a la befa y el escarnio en una metrópoli que peca de racista, clasista y metalizada
Los cholombias enfatizaron su estilo propio a través de la indumentaria, los cortes de pelo, la música, los sitios de reunión, el habla, las drogas, las relaciones afectivas entre hombres y mujeres. Desde los ochentas fueron elaborando su imagen con una amalgama de accesorios, colores, telas, flecos, calzado, señalización de las manos, tipografía y grafitti...hasta llegar a los prototipos que la película de Fernando Frías de la Parra muestra con gran precisión. Para más iconografía ver el libro de la fotógrafa de modas Amanda Watkins “Cholombianos”, editado por Trilce, cuya exposición recorrió el mundo.
Reconozco ese gran acierto del director. Sin la parafernalia que a algunas personas les parece estrafalaria y repelente en los atuendos de chavos y chavas, además de los peinados, las gorras tipo beisbol, la ropa holgada, los tenis Converse y el estilo muy especial de bailar las cumbias colombianas rebajadas, la historia se quedaría sin la riqueza visual que en ella apreciamos.
Desde el principio queda claro que estamos ante una ficción algo forzada donde el héroe Ulises hace un viaje geográfico hasta Nueva York, pero también es un periplo interno, de la inocencia de pertenecer a un clan de inadaptados juveniles hasta la furiosa locura de un mundo cada vez más devastado, plano y violento. En lo cual no me detendré para no cometer ningún espolier enfadoso para quien aún no ha visto el filme.
La ficción no gira sólo en torno a la vida de Ulises y su bandita de "descarriados"-desterrados, sino de la ciudad en sí con sus brutales desigualdades. Las tomas abiertas de una urbe cosmopolita, llena de rascacielos y grandes avenidas (orgullo del capitalismo dogmático y el aspiracionismo de las clases más o menos acomodadas) contrastan en un juego de imágenes antagónicas, para reforzar la idea de cómo la perversa distribución de la riqueza nos ha llevado al desastre: la pujanza de una minoría yace en la siguiente escena hecha añicos en escondrijos, basureros, laberintos y planos de la miseria epidémica más escalofriante. La cámara se mete hasta los rincones sórdidos de las colonias olvidadas. Paisajes atisbados también en y desde el Cerro de la Campana por el llorado músico popular, promotor del estilo cholombia, y notable acordeonista del Ronda Bogotá, Celso Piña.
El trabajo actoral de Juan Daniel García Treviño (Ulises) es memorable. Su mirada dura, su gesto adusto, su frialdad es la de un joven viejo, héroe caído en una espiral escabrosa, sin escapatoria, donde ha visto de todo y además sabe que no hay futuro. Y si lo hay, para su gente siempre pasa de largo. Pocas emociones traslucen en ese rostro moreno, curtido por los embates de una ciudad desatenta. Lo que lo salva es el baile, la danza a modo de ritual de una tribu urbana perdida en la selva desalmada de hormigón, hierro y cristal.
El contexto político y temporal es un dato que se escucha de trasmano en la radio, la eterna amiga y confidente, acompañante de estos chavos. A través de ella se hacen llegar saludos desde todas las bandas ubicadas entre un polo y otro de la mancha urbana, pero también entre los solteros y los emparejados, los chavos y chavas, los que tienen jale o nomás tiran esquina, los que ya están encarcelados en los penales y quienes van para allá, los que tiene casa y familia y los expulsados del hogar, etc.
Al ambiente de violencia “normal” que viene con la pobreza endémica se suma la irrupción de nuevas figuras de autoridad amén de la policiaca o política presente en paredes con anuncios de la demagogia electoral: llegan los reacomodos narcos y paramilitares armados con fusiles de alto poder, para establecer disputas con fuego y plomo por la delimitación de fronteras, rutas de trasiego y derechos de piso entre traficantes de estupefacientes y armas. Violencia doméstica que se agudizó hasta el genocidio con la fallida guerra del calderonato. En medio está la población vulnerable, perennemente castigada por las brechas insalvables de una ciudad a la deriva, gobernada por el capitalismo voraz y la corrupción política. Pintando paredes con su propia sangre.
Algunos expertos hablan de que fue precisamente esta guerra militarizada más los abusos policiacos locales quienes destruyeron el ecosistema cholokolombia, cuya riqueza cultural ha dejado su impronta porque fue, y en algunos enclaves aún es, muy característico y original de la Sultana.
Es una cinta disfrutable por varios motivos, a veces documental, pero sobre todo una alegoría del viaje hacia la nada. Es una obra audiovisual que opera como pretexto para exhibir las lacras discursivas que nos agobian. Nunca cae en los excesos moralizantes, ni de denuncia social. Es un melodrama de hermosa factura que muestra una realidad dura que a muchos incomoda. Pero sobre todo es remarcable la banda sonora omnipresente, la cumbia rebajada, cuyo padre forjador, se dice, es Gabriel Dueñez quien aún sigue en activo. Es en sí mismo un bello estilo musical surgido en las colonias colgadas de las faldas de los cerros devastados de Monterrey. Esto coloca al largometraje en un sitio digno en la biografía fílmica regiomontana, la convierte por derecho propio y originalidad en un clásico instantáneo.