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Huérfanos de líderes en quienes podamos depositar nuestro entusiasmo, ayunos de instituciones que soporten nuestra esperanza de que un mundo mejor aún es posible, muchos mexicanos volteamos con emoción hacia la nación que tanto nos ha despreciado y vemos en Barack Obama una promesa de transformación para Norteamérica, que quisiéramos nos albergara también a nosotros, al mundo.
Lo vemos como triunfo de un esfuerzo cimentado en la fe por el hombre y la comunidad, como acción civilizatoria de la política, como victoria esencial sobre la forma más dramática en que los hombres se autodestruyen: la discriminación.
Un hecho trascendental nos tocará vivir hoy si las predicciones, los análisis y las encuestas no se enfrentan de último momento con el impulso oculto del racismo: un joven abogado de barrio, que pertenece a la raza que hace aún 40 años era discriminada, tomará las riendas del poder que la supeditó y se convertirá en el presidente de Estados Unidos.
Un deslumbrante alumno de Harvard -según me cuenta uno de sus compañeros de clase-, que cuando egresó de leyes no se fue a las corporaciones, sino al servicio social comunitario y de allí decidió participar en la política de su país. Un negro de origen keniano que lleva como segundo nombre el de Hussein, que así como baila con gracia cultiva también la tradición sajona de la oratoria, combinándola con la palabra escrita, que inspira a la hija de John F. Kennedy como no lo había hecho hasta la fecha ningún político después de su padre. Un político joven que supo hacer de los debates con John McCain espacios de confrontación con altura y elegancia.
En esos debates, como a lo largo de su campaña en los encuentros multitudinarios, incluida su gira por Europa con la gran concentración en Berlín, Obama sedujo a los “ciudadanos del mundo”. Representa en el inconsciente colectivo al esclavo liberado de la opresión, pero también la liberación del odio contra sus cautivos. A nivel consciente su atractivo es que creemos ver en él corazón, por el sufrimiento que vivió, y cabeza, es decir, inteligencia y gracia de la raza.
Ayer hemos presenciado, pues, algo que va más allá de una elección que renueva los inquilinos de la Casa Blanca, un hecho histórico que se extenderá como hito: el atajamiento en su propia casa de la doctrina fatalista del “destino manifiesto”, “esa inclinación anglosajona a reputar su raza como superior, con función y destino providenciales”, como la describiera el historiador chihuahuense José Fuentes Mares. Es la proeza electoral de Barack Obama, y la esperanza de que la sociedad y el gobierno de Estados Unidos miren al mundo de otra manera a través de los ojos de su nuevo presidente.

  • Profesor de la FCPyS de la UNAM.

www.javiercorral.org

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