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No. 150 Martes 11 de Noviembre de 2008

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En estos días conmemoramos el 121 aniversario del natalicio y el 88 de la muerte de uno de los más grandes periodistas del siglo XX: John Silas Reed. Para quienes somos hijos de un mundo en donde a los héroes se les mira con un dejo burlón y se quiere reprimir más que imitar a los diferentes, la biografía de Reed puede resultar tan abrumadora como un largometraje pasado a alta velocidad en donde las imágenes se persiguen unas a otras hasta marearnos.

John Reed, afectuosamente llamado “Jack”, murió 72 horas antes de cumplir 33 años, al otro lado del mundo, honrado por las banderas de una nación que no era la suya. Fue un reportero que atestiguó las dos primeras revoluciones del siglo y fue capaz de explicar a la humanidad los significados más profundos de esos eventos.

No sabemos en qué clase de hombre se hubiera convertido de haber vivido otros veinte o treinta años. Tal vez Jack, aclamado como el mejor periodista de su tiempo a los 26 años, y un consumado escritor y activista político a los 32 –se dice que Kipling admitió que los artículos de Reed lo hicieron “ver” a México- también consumó la hazaña de morir a tiempo.

La tarde del sábado 23 de octubre de 1920 fue fría y lluviosa, de otoño soviético. Una neblina aperlada se levantaba del Moskva para acariciar los muros del Kremlin. En la gran Plaza Roja las banderas ondeaban en la bruma cuando la enorme procesión hizo su arribo procedente del Templo del Trabajo a los acordes de una marcha fúnebre; el retumbar de las botas sobre las lozas dio un toque de nostalgia a la ceremonia. Testigos mudos eran la muralla, las 19 torres y las catedrales de la Asunción, del Arcángel y de la Anunciación.
Jack había muerto de tifoidea unos días antes, y la procesión llevaba sus restos al corazón de los pueblos soviéticos, con honores propios de un héroe del proletariado.

Cuando el féretro fue colocado en los muros del Kremlin bajo una manta roja en la que grandes caracteres dorados proclamaban: “Los dirigentes mueren, pero las causas permanecen”, las banderas fueron colocadas a media asta y el aire retumbó con descargas de fusil que se diluyeron en un apesadumbrado silencio.

Junto al féretro, la compañera de Jack, Louise Briant, observó los momentos finales de la ceremonia con una intensa luz en sus ojos gris verdes. Había llegado a Moscú apenas a tiempo para que Jack muriera en sus brazos y permaneció cerca del sarcófago los días de ceremonias oficiales en honor de su pareja. ¿Qué pensamientos habrán pasado por su mente esa tarde fría y lluviosa? Pudo haber sentido que el enfant terrible, poeta, periodista, escritor y activista social, a fin de cuentas había encontrado la victoria. “Los verdaderos revolucionarios”, había escrito Jack, “son aquellos que llegan al límite”.
Jack nació el 22 de octubre de 1887 en el seno de una familia acomodada y conservadora de Portland, Oregon, y fue bautizado en la iglesia Episcopal.
Vivió la vida protegida de un niño enfermizo en la casa de los abuelos maternos. Su madre se veía a sí misma como una “rebelde”, fue de las primeras mujeres que fumaron en público y despreciaba a las clases trabajadoras, a los extranjeros y a los radicales. Su padre, Charles Jerome Reed, mandó a su hijo a la mejor universidad, Harvard, pero durante sus años de estudiante Jack comprendió que no estaba destinado a regresar a Portland y que el éxito económico no le atraía. Era de una naturaleza distinta y no seguiría los pasos de su padre, aunque ello le hiciera sentir culpable.

Concluidos sus estudios viajo a Europa y de regreso, a los 23 años, encontró trabajo en la revista neoyorquina America y en otras publicaciones. John Reed, periodista y escritor, estaba a punto de dejar su huella. Y entre otras hazañas, viajó al México bárbaro, comisionado por la revista Metropolitan y el diario World para cubrir la revolución, en particular las andanzas del caudillo rebelde Francisco Villa, cuyas operaciones en las cercanías de la frontera estadounidense lo habían convertido en noticia de primera plana.

Años después Reed diría que México fue el lugar en donde se encontró a sí mismo. Este gringo torpe, explosivo, lúcido, valeroso y cálido, no sólo escribió artículos sobre México que dieron a los lectores norteamericanos y a su gobierno un punto de vista que sin duda cambió su idea sobre el conflicto en México; sus narraciones sobre Francisco Villa elevaron a éste de “bandido” a héroe ante la opinión pública norteamericana. Reed logró transmitir al mundo los más profundos sentimientos de un pueblo en armas.

Jack Reed no era un reportero en el sentido tradicional. Se hizo parte de la vida de los hombres y mujeres revolucionarios para ver el conflicto desde su punto de vista. Tomó partido por ellos para experimentar por sí mismo la promesa del nuevo amanecer que la sangrienta guerra traería a México: una nación libre en donde no habría clases marginadas, ejército opresor, dictadores, o iglesia al servicio de los poderosos.

En su ensayo El legendario John Reed, Walter Lippman escribió: “El público se percató de que podía vivir lo que John Reed vio, tocó y sintió. La variedad de sus impresiones y el color y fuentes de sus escritos parecían interminables. Los artículos que mandó de la frontera mexicana eran tan apasionados como el desierto mexicano y la revolución villista... Comenzó a atrapar a sus lectores, sumergiéndolos en oleadas de un panorama maravilloso de tierra y cielo.

“Reed quería a los mexicanos que conoció tal como ellos eran. Bebía con ellos, marchaba y arriesgaba la vida a su lado... No era demasiado presumido, o demasiado cauto o demasiado perezoso. Los mexicanos eran para él seres de carne y hueso... No los juzgaba. Se identificó con la lucha y lo que vio fue gradualmente mezclándose con sus esperanzas. Y siempre que sus simpatías coincidían con los hechos, Reed era estupendo.”

En las páginas de México Insurgente, el periodismo y la literatura se disputan el espacio, cada uno dando al otro su propio escenario. Esta pugna apasionada se complementa con el mensaje de Reed, en ocasiones directo y en otras entre líneas. He aquí a un hombre que llegó a los desiertos luminosos de un país llamado México para reafirmar sus propias convicciones revolucionarias entre hombres andrajosos, iletrados, pobremente armados, indisciplinados y libres, cuyo instinto más que una ideología les decía que la guerra era el único medio posible, en ese momento, de transformar la situación en que unos vivían de la explotación de los demás.

No es una exageración decir que el John Reed que regresó a los Estados Unidos en abril de 1914 no era el mismo que vio por primera vez a México desde el tejado de la oficina de correos de Presidio. En México Reed perfeccionó las herramientas para su otra gran obra, Los diez días que conmovieron al mundo, un relato que Lenin prologó como uno de los mejores sobre la Revolución de Octubre, y tuvo la esperanza de que fuera leído por los trabajadores del mundo.

Proponer que John Silas Reed murió muy joven es un lugar común. En efecto, desapareció a temprana edad, pero con una obra completa. Quizá sea más correcto proponer que sus voces interiores se apagaron para que pudiese morir a tiempo.

*Profesor–investigador en el Departamento de Ciencias Sociales de la UPAEP, Puebla.

sanchezdearnas@gmail.com

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