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No. 155 Martes 18 de Noviembre de 2008

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Dicen que si uno coloca una rana en una olla con agua, y luego pone esa olla al fuego, la rana es incapaz de percibir el aumento en la temperatura, y morirá convertida en una especie de sopa de rana.

Yo no sé de cierto si ésa sería la conducta de la rana en esa circunstancia, y no voy a realizar el experimento para confirmar la verdad. Las ranas me caen muy bien, al grado de que hasta tengo por ahí un disco de ranas cantando música de Navidad.

Pero el punto al que quiero llegar se dirige hacia otro lado, y se refiere a la incapacidad para detectar los cambios pequeños que luego crecen hasta convertirse en transformaciones significativas, y provocan que algunas personas luego se pregunten cómo pudieron suceder esas cosas sin que nadie se diera cuenta.

Navegamos en un mar de estiércol, pero estamos tan acostumbrados que a nadie parece importarle. Y a los que les importa, con frecuencia sufren el síndrome de la impotencia y como “no se puede hacer nada”, pasamos todos a ser cultivadores del statu quo.

Y ahí estamos todos como la rana en la olla, a punto de quedar convertidos en sopa, pero como no nos damos cuenta, pues ¡a mí qué me importa!

El sábado pasado asistimos mi mujer y yo a un concierto en el Aula Magna de la UANL. Al llegar por la calle 5 de Mayo encontré un lugarcito para estacionar. Lo hice, cerramos el coche y a pie avanzamos unos 70 metros hasta llegar a la puerta del muy hermoso edificio del Centro Cultural Universitario, que tras su remozamiento, luce como una verdadera joya arquitectónica ahí frente a la célebre plaza de Colegio Civil, adornada con el tradicional dios Bola y una serie de luminarias que dan al lugar un aire pleno de histórica y romántica serenidad.

Pero, ¡qué tristeza invade el alma cuando la vista comienza a levantarse hacia el vecindario! A partir del excesivo despliegue comercial de marquesinas, anuncios y mantas con ofertas de todo tipo, el impacto se vuelve crítico hacia la zona sur, donde los puestos semifijos de la clausurada calle del antiguo Colegio Civil han convertido el sitio en un muladar, preámbulo del desastre y la tragedia.

Todas estas cavilaciones atacaron mi mente porque la artista que iba a ofrecer una “Evolución del rock” en uno de los máximos escenarios universitarios todavía no terminaba de ensayar con sus músicos, y nos hicieron esperar haciendo cola en el frío de las noches de noviembre cerca de treinta minutos.

Mi mujer, que estudió en el Colegio Excélsior, no veía más allá de sus pintorescos y a veces no tan gratos recuerdos. (Tanto ella como yo tenemos memorias llenas de claroscuros por nuestros años de estudiantes en colegios religiosos.) Pero yo, al fin ex estudiante de arquitectura, seguía midiendo cada fachada y cada cambio en esa zona que antaño dominaba el cine Juárez, al centro, la fuente de sodas de Benavides en la esquina sur, y la farmacia El Fénix, al norte, en torno al edificio de la tradicional y muy querida Prepa Uno.

Finalmente la puerta se abrió, y presenciamos una hora y minutos de un concierto totalmente prescindible. Sin embargo, al regresar por la calle 5 de Mayo hasta nuestro automóvil, la visión de suciedad y desorden había crecido hasta niveles increíbles: basura, bolsas, restos de comida, envases y latas de todos tipos y tamaños, un escurrimiento de agua que fui siguiendo hasta descubrir que salía de una válvula de las instalaciones universitarias, y como marco de todo aquel caos, las estructuras hechizas de los puestos que ya no se conforman con la calle de Colegio Civil, sino que bajo la evidente tolerancia comprada de la pseudo autoridad municipal, se han enseñoreado a lo largo de esa calle, por encima del comercio establecido y escuelas y estacionamientos, etcétera, sin la menor consideración.

¿Cómo hemos llegado a soportar estos niveles de inmundicia? ¿A nadie la parece aberrante salir de un centro de cultura, en donde el refinamiento de los sentidos se ejercita como necesidad vital para el crecimiento intelectual, emocional y espiritual, para chocar de frente con tanta mugre?

Y, por favor, que nadie confunda el sentido de mi pregunta. No hablo de “limpiar la calle de peladitos” para que las élites puedan disfrutar sin remordimientos los beneficios de su elevada cultura.

Lo que me parece aberrante es que nos hayamos acostumbrado todos, en el gobierno, en el comercio establecido, en la Universidad y en la sociedad civil, a que así son las cosas, que así es “nuestra realidad”. Y que seamos capaces de suponer que basta con que 30, 40 ó 200 personas asistan a un acto cultural, mientras en la calle la pobreza y la falta de educación campean cultivadaseso sí, por la corrupción y la insensibilidad.

¿Hasta cuándo? ¿O quién? ¿O cómo? Porque de que es una vergüenza, lo es.

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