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No. 158 Viernes 21 de Noviembre de 2008

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La querella es vieja, el debate lleva tanto tiempo como la historia universal: el hombre es bueno por naturaleza o, malo por la misma razón.
         
Para algunos, la violencia es instintiva en el ser humano y constituye un rasgo distintivo de la especie. La interminable secuencia de crímenes, sacrificios rituales, torturas, mutilaciones y estallidos de odio individual y racial, son producto de un estigma del que los  mortales no podemos escapar.
         
Para otros, en cambio, la bondad es innata a nuestra especie. Los sentimientos de piedad y compasión de los miembros de la tribu fue lo que permitió la solidaridad indispensable para que el hombre fuera capaz de superar las inclemencias que amenazaron a la primitiva sociedad.
         
La controversia, en la modernidad, se expresa claramente en el discurso de los dos pilares del contractualismo social: Hobbes, para el que el hombre es lobo del hombre, feroz inclinación natural y, Rousseau, para el que el buen salvaje es un dechado de bondad en estado de naturaleza.
         
Le vayamos a uno o al otro, por las razones que se quiera, el hecho es que necesitamos un sistema de controles que haga posible la pacífica convivencia de individuos programados o proclives a la destrucción.  Por eso fue que firmamos el contrato social que contiene cláusulas que establecen la condena a la violencia. Más aún, en el pacto social se valida la agresión, sólo en los casos de legítima defensa y bajo ciertos límites. Caso único en el que el ejercicio individual de la violencia cuenta, además, con el respaldo moral de la sociedad.
         
Cuidado con confundir al agresor real, iniciador de la violencia, con los enemigos potenciales con los que, nos dicen, hay que acabar a como dé lugar porque ponen en riesgo nuestra seguridad, construidos artificialmente como amenazas posibles pero no demostradas. Las campañas del miedo, como la electoral del 2006 en México y la de la guerra preventiva de Bush, son los mejores ejemplos.
 
En tiempos de crispación social, cuando la seguridad está amenazada, cuando cunde el miedo, lo primero que se corrompe es el lenguaje. Términos de uso corriente, son manipulados hasta lograr que expresen cosas contrarias. Así, las palabras, el mejor antídoto contra la violencia y el miedo que la origina, son usadas para enmascarar ataques injustificados. Se utilizan frases y lugares comunes, cargados de emoción, que sirven de coartada para legitimar actos de agresión dirigidos a los agredidos y no al agresor. La defensa se invierte y se bombardea de frases hechas al atemorizado ciudadano, hasta hacerle creer que el que ataca se defiende, eludiendo, con esa coartada, su responsabilidad jurídica y moral.
 
“Guerra al crimen, sin cuartel”, “Garantizar la seguridad”, “Acabar con el flagelo del narcotráfico”, “Combatir el terrorismo”, “Va a costar vidas y tiempo”, “Se rinden o se mueren”, son algunas de las fórmulas-clichés, enunciados irreflexivos dotados de enorme ambigüedad por la carencia de definiciones precisas, que se repiten hasta el hartazgo.
 
Algo más grave, los que emplean o creen saber lo que significan dichos estereotipos, se colocan en la condición del agredido, es decir del titular del derecho a la legítima defensa, y ejercen violencia sin razón ni justificación contra quien no agredió. Los defensores de los agredidos se convierten en agresores de quienes no atacaron. El miedo se apodera de todos porque, ahora, todos se defienden de todos. Lo peor, todos sienten que su miedo y violenta respuesta están legitimados.

En apoyo a esta causal de miedo-violencia, viene a cuento el relato que José  María Ridao incluye en su libro La Paz Sin Excusas, Tusquets Editores, Barcelona, 2004. El prestigioso periodista israelí Gabriel Stern, reseña ahí que durante la guerra de 1948, fue enviado a vigilar lo que había sido el hospital italiano, cerca de la línea que dividiría Jerusalén. Comenzó a patrullar por los corredores desiertos del edificio y, de improviso, se encontró de frente con un hombre uniformado y armado con un fusil, en cuya cara adivinó la misma expresión de pánico que debía de manifestarse en la suya. Fueron unos segundos atroces los que transcurrieron entre que advirtió la inminencia del peligro y el gesto de colocar su propio fusil en posición. Cuando sonó el disparo, su enemigo no se desplomó, sino que su imagen saltó astillada en mil pedazos: había abierto fuego contra sí mismo, reflejado en un espejo: se había anticipado a disparar contra el enemigo que había construido su miedo.

Del episodio transcrito pueden extraerse varias moralejas, una de ellas, la que deseo destacar, es la relativa a los errores y equívocos que surgen cuando los humanos vivimos en un ambiente de miedo, crispación y violencia. Baste recordar el reciente ametrallamiento de un automóvil compacto por parte de la policía estatal, en el que viajaba una familia integrada por seis personas, tres de las cuales resultaron lesionadas. Los policías, según se desprende de sus declaraciones, simplemente se adelantaron a dispararle a los delincuentes imaginados por su impericia, torpeza y, por qué no, por miedo.

Nuevo León tiene miedo. El miedo se ha venido apoderando de todos los ciudadanos. Los policías también lo son y también lo sufren. Ellos sí se juegan la vida. En ellos, el origen de su miedo es real, porque el peligro de perder la vida forma parte de su trabajo cotidiano. Se les prepara para eso, para controlar su miedo y, no obstante, erróneamente se anticipan a disparar a lo que se mueve.

Sin la serenidad necesaria para distinguir cuando el miedo obedece a causas reales e inminentes y cuando se trata de histérico contagio, los ciudadanos corremos el riesgo de contribuir a la terrible escalada de miedo y errores con resultados como los mencionados.
 
Debemos cambiar de actitud ya, calmarnos, abandonar los deseos de venganza, suspender las exigencias para que se ejerza violencia a ultranza con el pretexto de la inseguridad y, sobre todo, no caer en la tentación de cargar con el fusil e incorporarnos a la guerra. ¡Podemos dispararnos a nosotros mismos! ¡No estamos en guerra!

Por amenazada que esté la convivencia social, no perdamos la serenidad para reflexionar ni la dignidad para aspirar a vivir en paz con libertad y  justicia. Dejemos de ver, en todas partes, moros con tranchetes. Impidamos que el temor construya enemigos. ¡El verdadero enemigo es el miedo!

claudiotapia@prodigy.net.mx

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