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ANÁLISIS A FONDO

BUENAS CONCIENCIAS O FARISEÍSMO

Francisco Gómez Maza

  • Nos negaríamos si no aceptamos que la mayoría somos racistas

 

  • Pero nos constituimos en fieles perros guardianes de la “moral”

mazaimgEl racismo está tan arraigado en los mexicanos, como la filosofía de la corrupción y la impunidad. Fíjese bien, amiga lectora, amigo lector. Los mexicanos salen a la calle ya preparados para dar la mordida al policía de la esquina que los sorprende cometiendo una infracción de tránsito; o no voltean la cara cuando un indio mazahua –esto en ciudad de México y sus alrededores - se asoma a la ventanilla del vehículo a ofrecerles cualquier chuchería. No lo dicen con palabras en general, pero lanzan el dardo hiriente con una mirada, con un gesto. No lo podemos negar. Somos racistas. Son muy pocos los ciudadanos conscientes que no ven diferencias entre razas, religiones, credos, agnosticismos, ateísmos, diferencias de preferencias sexuales, y esto viene desde la evangelización de los misioneros católicos o protestantes. Somos racistas.

 

Ser racistas es muy grave. Indica un profundo grado de estado inconsciente, un ego radiante, esplendoroso, de algo así como complejo de superioridad (¿o de inferioridad?), aun cuando en el corazón y las arterias de las inmensas mayorías corre sangre india. Pero hay algo más grave en nosotros, como individuos y, por tanto, como colectividad: el sentido de ser dueños de una moral religiosa que impele a convertirnos en jueces, jurado y verdugos de nuestros próximos. Ay de aquel que se atreva a cometer un acto condenado por la moral judeo cristiana, por la ley. Ay de aquel que robe, que asesine, que agreda, que permita el casamiento entre homosexuales, que institucionalice la libertad de las mujeres como dueñas de su propio cuerpo, porque inmediatamente nos ponemos el birrete y la toga de jueces o magistrados y lo condenamos y, si pudiéramos, lo lapidamos, lo crucificamos, lo mandamos a la horca, porque se atrevió a manchar nuestra inmaculada buena conciencia. Y no nos damos cuenta, no nos ponemos en los zapatos del criminal, porque también nosotros estamos en la cuerda floja de cometer una injusticia, si no es que la cometemos y, por cobardía, nos escondemos en nuestra cara oculta.

 

Los mexicanos – los sacerdotes, los arzobispos, los profesores, los educadores, los catequistas, los llamados comunicadores, los periodistas – y más los periodistas, porque nos sentimos la voz de la verdad pura y nos constituimos en dedos flamígeros contra todos los que cometen graves o leves errores, cuando bajo el manto de la noche de nuestra existencia reproducimos las mismas, o peores, contradicciones que condenamos hacia afuera – somos dados a evaluar, a desvalorar, a enjuiciar, a condenar a los demás, cuando éstos, en el paroxismo de su estado inconsciente, hacen una tontería. Y no nos damos cuenta de que, cuanto más consciente se vuelve uno, más se recuerda a sí mismo, más conoce uno sus propias limitaciones, sus propios riesgos de actuar injustamente, egoístamente, con más cautela actúa, más alerta está, más heridas empiezan a desaparecer, hay menos brotes de ira, menos odio, menos celos y menos sentimientos posesivos, como bien me lo recuerda el maestro Osho. Un día, uno simplemente descubre que todo eso – el buen o mal comportamiento de los demás, de mis alteridades, se ha vuelto irrelevante; ha pasado a ser historia antigua; ya no se trata de cuestiones vivas sino de cuestiones muertas. Cuanto más consciente se vuelve uno, más y más heridas se curan y más se afianza la salud y la integridad. En esto consiste el milagro de adquirir conciencia: en que todo lo que es erróneo empieza a desvanecerse y todo lo que es correcto empieza a suceder.

 

Individualmente, y como sociedad, la cuestión primordial es decidir si preferimos estar dormidos o despiertos, inconscientes o conscientes. Y es preciso comprender que el otro, tan como él es, por duro e injusto que sea para con nosotros, es el artesano de nuestra propia evolución. Los mexicanos de buena conciencia deben aceptar las experiencias que él (el malo, el perverso, el racista) nos hace vivir en el sentido de la evolución, interrogándonos y haciéndonos la siguiente pregunta: ¿Qué me aporta este ser que me hace sufrir? Cuando tengamos la respuesta, sabremos que estamos en el camino de la evolución, y en ese momento, por muy duro que el otro haya podido ser hacia vosotros, tendremos un inmenso Amor hacia él, un gran respeto por lo que él haya podido desencadenar en nosotros, pues él nos habrá permitido impulsarnos mucho más lejos en nuestro camino evolutivo. Aquel que nos hace evolucionar de esa manera no siempre es consciente del papel que desempeña para nosotros. Esta es una de las razones por las que nunca debemos desear mal a quien nos ha hecho daño.

 

Será necesario trabajar sin descanso para enderezar en nosotros aquello que no está en conformidad con la Verdad, para rectificar en nosotros la aceptación de nosotros mismos, la aceptación del otro tal como él es, incluso si el otro no os gusta en sus actos o en sus palabras. No olvidemos que todos los preparativos, todas las confrontaciones que vivimos, que nosotros ponemos en nuestro camino, que nosotros provocamos, son necesarias para vuestra transformación, y lo serán más y más. Si no tenemos el valor para ver cómo ocurren esas transformaciones en nosotros, para aceptar las pruebas, el sufrimiento que a veces nos hace renacer, entonces permaneceremos al borde del camino y estaremos un poco tristes, ya que sentimos que estamos preparados para acceder a este nuevo nivel de evolución. Sería una pena que no pudiésemos alcanzarlo. Sin embargo, cada ser humano es libre de avanzar según sus posibilidades, según lo que piensa de sí mismo y de los demás. Es libre y tiene derecho al error, error que siempre hace daño a los demás, solo que el momento de la gran transformación y del gran despertar se retrasará un poco para él. Si nuestro ego no nos frena, alcanzaremos la iniciación de la gran apertura. Nuestros únicos y grandes frenos son la no-aceptación de nosotros mismos y de los demás y, esencialmente, las heridas del orgullo, las heridas del ego. Son inmensos frenos que podrán impedir nuestra felicidad y que, al aceptarlos, nos dará un gran conocimiento de nosotros mismos y de la vida. Tenemos que aprender que los otros, nuestras alteridades, los que cometen errores graves, como despreciar a los diferentes, nos ayudan a mirar la cara oculta de nosotros mismos. ¿Podría yo haber sido ese comentarista que lanzó hirientes bromas contra el pueblo haitiano, sufrido ya de por sí, y rematado por un terremoto impío? Por qué no. Quién me libra de mi Señor Hyde que llevo dentro.

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