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EL NIÑO DE LA NORIA,
DE PATRICIA LABORDE

Eligio Coronado

El niño de la noria* fue dejado allí por su propia madre, mientras transitaba por los vericuetos de la locura. Acaso su intención, imprecisa por la densa neblina que la obnubilaba, era clausurar una etapa de su pasado.

         Esa mujer (Filomena Mendoza) se había entregado a un hombre que no quería casarse ni tener hijos. Al nacer el pequeño Nicolás, el rechazo fue inmediato, al grado de ni siquiera querer verlo: “Si lo hago, le daré vida en mi memoria, y para mí no existe” (p. 67), truena un intransigente Hildebrando Castrejón desde el pedestal de su machismo.

         El niño de la noria, primera novela de Patricia Laborde (Monterrey, N.L., 1954), no es propiamente una historia de amor ni tampoco tiene un final feliz. Todo sucede en un ámbito rural donde las percepciones psíquicas fraguan un tipo de atmósfera en que se entretejen lo mágico y lo bárbaro.

         Filomena recibe el don de la abuela Gertrudis y lo hereda a su hijo Nicolás, pero ello no les asegura la felicidad: la abuela deja al marido tras diez embarazos porque sólo le da problemas, Filomena intenta suicidarse en dos ocasiones y luego viaja por el árido territorio de la demencia, y Nicolás vive afectado desde los seis años por: “Sueños, penumbras, susurros, gritos, aromas, fantasmas” (p. 87) que son como una pesadilla que “taladra mis sentidos y disuelve mi existencia” (idem.).

         Pero no sólo el desamor y la infelicidad están presentes, también la violencia y el alcoholismo. Hildebrando agrede a Filomena al resistirse ésta a la cópula, luego obliga a la curandera del lugar a preparar un hechizo para dañar al bebé (su hijo) que aquella espera, después hiere a la curandera y finalmente se mata con un hacha. El alcoholismo es el refugio de la futura madre adoptiva de Nicolás: la norteamericana Susan, quien lo asume como un autocastigo por ser estéril.

         Sin embargo, al margen de estos personajes con diverso grado de protagonismo, Filomena es el verdadero detonante de la historia, siempre bajo la protección y orientación de la abuela (aún desde el inframundo). Es también el personaje que experimenta un crecimiento espiritual después de haber estado como muerta por dentro.

         Incluso, el reencuentro al final con su hijo, dentro de un sueño de éste (y cuando ella es ya la nueva curandera del lugar), la sorprende tranquila, con el corazón lleno de “La paz que le había pronosticado su abuela” (p. 154), misma que como un “incendio arrasador” (idem.) le anula “todo el sufrimiento” (ibidem.).

* Patricia Laborde. El niño de la noria. Monterrey, N.L.: La Naranja Editores, 2006.   165 pp.

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