Coro2310

Adiós, Manuel
Andrés Meza

Monterrey.- Hace un mes le llamé a mi querido Manuel Yarto Wong, para saber cómo seguía su salud. Me contestó con una voz delgada, afónica, muy apagada: “¿Cómo estás amigo?, te iba a llamar mañana”. ¿Cómo te sientes tú mi querido Manuel? –repliqué de inmediato–. “No atiendo llamadas ni recibo visitas, pero de ti sí, me iba a despedir”, dijo.

     Me quedé mudo. Y agregó: “Lo bueno de todo esto es que tengo la oportunidad de despedirme de mi familia y amigos cercanos, ¡no cualquiera, Andrés! Estoy en casa con mi hija, que no me ha dejado ni un minuto, y con mi esposa, que ya la veo muy cansada de todo esto; soy afortunado de tenerlas.” “Nunca has estado solo, Manuel, claro que eres afortunado, además eres muy valiente, admiro tu entereza”, apunté.

     Manuel y yo mantuvimos una amistad por 40 años. Nos conocimos en la Universidad Regiomontana mientras estudiábamos la carrera de comunicación. Como dice el dicho: “Dios los hace y ellos se juntan”. La vida nos juntó para hacer y deshacer, traíamos toda la pila. Éramos hijos de Marshall McLuhan, por ende, amantes de la crítica, del cine, de la literatura; un equipo contestatario y creativo, analítico. Nos queríamos comer al mundo.

     La vida siempre nos juntó de una u otra manera. Poco después de salir de la universidad, Manuel se fue a trabajar al periódico El Porvenir y yo a Televisa, a la Ciudad de México. Después del terremoto del 85, regresé y entré a trabajar al periódico El Norte; luego persuadí a Manuel para que se viniera, y migró en la meritita época de oro de El Norte, gracias a que Ramón Alberto Garza, director editorial, advirtió su valía y lo contrató inmediatamente.

     Para Manuel todo giró alrededor de su familia, del periodismo, de la bohemia, de su vida académica y de la buena cocina. Porque Manuel, además de haber sido un intelectual con espíritu crítico, también fue un gran cocinero. Recuerdo su arroz chino, riquísimo.

     La penúltima vez que nos vimos fue en noviembre pasado, en el marco de la Semana de la Comunicación de la UANL, donde lo invité a participar en una mesa de diálogo junto a mis amigos, el escritor Eloy Garza y el senador Samuel García. Y como estos tres personajes son líderes de opinión y muy activos en Facebook, me dije: qué mejor que juntar a estas estrellas marineras de primera. Y nos fue muy bien con un tema sobre influencers versus líderes de opinión.

     Meses antes del encuentro académico, Manuel me comentó abatido que después de veintitantos años de labor docente en la U-ERRE lo habían despedido de buenas a primeras y que aún no lo superaba. Claro, sus alumnos eran su vida y se los quitaron de tajo, sin mayor explicación. Supongo que Manuel amortiguó el despido injustificado de la U-ERRE con una intensa actividad en Facebook, para mantener contacto con sus estudiantes.

     Lo vi por última vez en una posada que organizamos en casa de Eloy Garza, y lo vi bien, ya más relajado y ecuánime; estaba feliz de coincidir con tantos amigos en común. Nadie sabíamos nada de su agresiva enfermedad. Supongo que él tampoco sospechaba nada.

     Ignoro si la despedida de la U-ERRE influyó en su enfermedad o no, pero de que lo puso muy triste, no me cabe la menor duda. Fue una debacle docente espantosa, aunque no quiso hacer ningún escándalo. Manuel era aguerrido, pero también era hombre de paz.

     Durante nuestra última conversación vía telefónica, me comentó que días antes tuvo dolores insoportables que nadie imagina, pero que los médicos ya “habían desconectado” la dolencia para que se fuera a esperar el final a su casa, rodeado de su familia.

     Por mi parte, nunca había tenido la oportunidad de despedirme de un amigo, ni de nadie, y no encontraba la palabra de consuelo ni la idea apropiada en ese momento. Manuel y yo tuvimos “ene” debates desde que éramos estudiantes y sabía que era nuestra última conversación. Estaba frente a un Manuel lúcido y estoico, que asumía con dignidad su destino, mientras yo caía en un abismo sin saber decir la palabra precisa.

     “La vida no es justa, Manuel, nunca lo ha sido. ¡Maldito cáncer! Te vas así tan de repente, mi querido amigo, te voy a extrañar”, exclamé espontáneamente. “Todos nos vamos a morir, Andrés, sólo que yo me voy a adelantar un poco –dijo sin titubeos–; y quiero que sepas que me tranquiliza saber que todos vamos para allá”.

     Para despedirme le reiteré mi respeto y mi cariño: “Te quiero, Manuel. Llévate mi admiración y mi amor a donde quiera que vayas. Ojalá exista un más allá y nos volvamos a ver, para continuar nuestra amistad”.

     Al terminar la llamada, me quedé perplejo. Le llamé a mi querido amigo Eloy Garza, para desahogarme y comentarle lo sucedido. Eloy me sugirió que escribiera lo que Manuel me había dicho, para no olvidar sus palabras textuales y poder recordarlas el día de su partida.

     Vaya este pequeño y sentido homenaje al gran ser humano que fue Manuel Yarto Wong.