Monterrey.- Nuevamente asistimos a la casilla más cercana a nuestro domicilio para ejercer el derecho al voto ¡Que lujo y que comodidad! Pero esto no hubiera sido posible sin el esfuerzo, profesionalismo y compromiso de cientos de miles de ciudadanas y ciudadanos quienes, como personal del INE y como funcionarios de casilla sorteados, por varios meses laboraron y se prepararon para que hoy contáramos, también, con la certeza de los resultados electorales.
A ellas y ellos debemos sumar las militancias partidistas y promotores de campaña que también desempeñaron un papel básico en el desarrollo de la competencia electoral, la cual ayuda a garantizar el funcionamiento de nuestro sistema democrático de gobierno. Así como a policías y militares, cuyas variantes y complejas condiciones político-institucionales, sociales y las particulares circunstancias territoriales en que despliegan sus actuaciones, bien pudieron generar confianza o desconfianza entre el electorado. Y qué decir de quienes también intentamos aportar un granito de arena a las elecciones realizando labores de observación electoral.
Gracias a todas ellas y todos ellos ya pudimos, en la medida de lo posible, renovar de forma abierta y pacífica los cargos públicos que dentro de unos meses serán asumidos por las y los candidatos ganadores; los cuales, idealmente, realizarán sus funciones en beneficio de quienes les votaron y de quienes no.
Pero en todo este amplio y variado universo de actores ciudadanos que realizan actividades fundamentales para el desarrollo de los procesos electorales, las y los Funcionarios de Casilla merecen ser mostrados y vistos de una manera un poco diferente a como son representados elección tras elección por las mismas instituciones electorales y por los grandes medios de comunicación: solo realizando sus deberes y labores electorales.
Como consecuencia del fraude electoral de 1988 y para justificar reiteradamente el traslado de las funciones electorales de manos de la SEGOB a nuevas instancias independientes y autónomas especializadas en la organización imparcial y profesional de los procesos electorales en nuestro país, a lo largo de 30 años éstas últimas fueron configurando narrativas compuestas de elementos ideológicos y simbólicos que posicionaban a la Ciudadanía como el agente central de la paulatina democratización de la vida y toma de decisiones públicas en nuestras localidades.
Y fue la Ciudadanización de los nuevos órganos electorales la pretendida garantía de que las elecciones dejarían de estar “predefinidas” en favor del autoritario y centralista PRI, partido gobernante y hegemónico por aquellos años.
Se fueron conformando así nuevos aparatos burocráticos electorales de actuación federal y local, con la inclusión de ciudadanos y ciudadanas expertos, especialistas, notables y honorables en diferentes niveles colegiados, operativos y administrativos de esas nacientes instituciones; casi todos ellos comprometidos genuinamente con el avance democrático del país. Y cuyos métodos de selección no han ocultado las predisposiciones, pugnas y contradicciones ideológicas, político-partidistas y hasta de género, de clase y etnorraciales que nos siguen configurando como sociedad nacional y como sociedades regionales.
Elevado e ilustrado sector de ciudadanos que se fue encargando de diseñar los procedimientos y mecanismos para que los demás ‘ciudadanos de a pie’ asumieran su deber de participar como funcionarios de casilla en tanto garantes y testigos directos de la lenta erradicación de las prácticas fraudulentas que por décadas fueran el sello distintivo de nuestras elecciones.
Poco a poco las y los ciudadanos que integraban las casillas fueron confirmando que una simple, más no sencilla, tarjeta de identificación fidedigna y actualizada –difícil de falsificar–, como la Credencial para Votar, ayudaba por mucho a ir reduciendo el margen de fraude en la casilla. A lo que también ayudaba las innovaciones de diseño de las boletas electorales, el marcar el pulgar del elector con tinta indeleble, y muchos más medios, métodos y procedimientos con sus etapas y pasos.
Aquí un enorme logro histórico de ese continuado proceso de ciudadanización y profesionalización de nuestra bien aceitada democracia procedimental altamente protocolizada, que se refrenda y corrige en cada elección conforme a los valores democráticos y ante los intereses y ojos inquisitivos de partidos políticos, grupos civiles y empresariales.
Sin embargo, tanto en los discursos oficiales como en los hechos cotidianos de la organización electoral, ese pretendido rol central del ciudadano se ha ido ajustando para que éste atienda –o más bien se someta en digna y sufriente entrega patriótica– a el llamado de cumplimiento de los mandatos político-legales y de los objetivos burocráticos de las superiores instancias electorales; las cuales buscan convencerle de participar mediante combinados discursos legaloides y romantizados sobre su papel y atribuciones como funcionario de casilla.
Esa especie de “fulgor” o “aureola” que supuestamente rodea la figura del ciudadano funcionario de casilla se apaga cuando los CAE’s (Capacitadores Asistentes Electorales), en cumplimiento de lineamientos operativos superiores, el día de las votaciones absorben al máximo todo el tiempo de las y los funcionarios de casilla, recelando, casi inhibiendo y hasta evitando de que ejerzan a plenitud con su papel de Autoridades electorales cual integrantes del más importante órgano electoral durante esa jornada: la Mesa Directiva de Casilla.
El espacio e instancia crucial para la toma de decisiones públicas democráticas que “mejor” hemos construido a muy altos costos históricos, políticos, penales, humanos y monetarios; pero el cual, al parecer, a lo largo de estos treinta años aún no ha sido apropiado cabalmente por el funcionario de casilla ni por la ciudadanía en general (y menos en una época marcada por los variados y generalizados tipos de violencias que están al acecho).
El día de la elección constatamos que para las burocracias electorales es más importante que el funcionario de casilla no se distraiga y no pierda tiempo en nada más que realizar sus actividades de recibir, contar y certificar los votos –pues la línea de producción no puede detenerse–, para garantizar el cumplimiento, en tiempo y forma, de las metas político-institucionales de los supremos órganos electorales.
Los casos en que los funcionarios ‘comen a las prisas’, interrumpen constantemente los bocados de sus alimentos o postergan su hora de comida son, en conjunto, tan solo un amargo indicador del peso que ejercen sobre ellas y ellos esos abarcantes y estresantes imperativos institucionales; ya ni hablemos sobre la calidad de sus alimentos, lo cual supone una valoración muy relativa.
Metas institucionales para ‘sacar la elección’ que resultan ser muy prácticas y necesarias, pero las cuales, en términos sociológicos y estructurales, reafirman la supeditación real y efectiva del ciudadano funcionario de casilla en el preciso día en que el voto nos iguala a todas y todos; ese medio que, por excelencia y formalmente, se supone nos coloca al mismo nivel y empareja nuestras ciudadanías sin distinción alguna.
Recordemos que antes que un objeto físico, concreto y palpable, o que un mero procedimiento de elección de gobernantes y representantes, el voto que emitimos en una papeleta es la manifestación de tan solo un pequeño componente de una idea, de un ideal mucho más antiguo, amplio, profundo y acumulado sobre la dignificación de toda persona.
En cada elección las y los CAE’s intentan convencer a los ciudadanos de que acepten su nombramiento como funcionarios de casilla diciéndoles que, al menos por un día, tendrán el magno honor de desempeñarse como las y los principales actores de la democracia en su barrio o en su comunidad. Pero quienes después de ese día, en muchos de los casos, no podrán ni presumir que comieron bien a gusto y sabroso en la “Gran Fiesta de la Democracia”.
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