Monterrey.- En los límites de Monterrey y Villa de Guadalupe, en el lugar conocido como Las Labores Viejas, entre la Carretera a Reynosa y la Carretera a San Pedro de Roma, muy temprano esa mañana de julio, para aprovechar el fresco de la mañana, ya que amenazaba el calor como preludio de los infames días de agosto y su canícula, Bertha salió de su casa en la colonia Madero. A unas cuantas cuadras podía encontrar hierbas medicinales, en especial el estafiate, que le servía para curarse del malestar estomacal. Se internó en el monte que circunda la propiedad, y al llegar a un cerrado carrizal, junto a una acequia, algo llamó su atención: algo de color y olor que no concordaba con el paisaje, ropa o algo blanco, una peste a animal muerto y las moscas que cubrían un bulto negro que creyó era un perro muerto; tropezó de improviso con un cuerpo, llevándose la sorpresa de su vida, perdiendo el habla y las fuerzas por un momento, por el miedo, al haber visto por primera vez en su vida un cadáver humano y el estado en que este se encontraba. Corrió a avisarle a su suegro, que era el encargado de la propiedad. Él y su cuñado se acercaron al lugar a comprobar de qué se trataba. Los despojos pertenecían a un niño, alguien a quien no habían visto nunca en el barrio; juntos fueron a notificarle el caso al juez auxiliar de aquella apartada barriada, quien a su vez dio aviso a las autoridades.
El representante de la ley llegó acompañado de la policía e inició las averiguaciones judiciales del caso, apreciando en el cuerpo ya desfigurado las huellas de lesiones, producidas al parecer por golpes de una piedra o un palo, en la cabeza, cara, cuello y parte del tórax. También observaron al hacer una inspección del lugar, grandes manchones de sangre ya seca a los pies y en el tronco de un frondoso árbol de moras, a escasos diez metros de donde se encontró el cadáver, ordenando que trasladaran los restos al Hospital Universitario. Así se establecieron las primeras hipótesis de las investigaciones: tras ser asesinado, trataron de ocultar los restos del menor, con el fin de borrar las huellas del delito.
Cuando los ambulantes de la Cruz Verde llegaron al anfiteatro del hospital, la guardia ordenó que se arrojara a un terreno baldío que se encontraba al norte del edificio, porque la víctima ya se encontraba en pleno estado de descomposición, y despedía una insoportable pestilencia. Así estuvo expuesto bajo un tupido manto de moscas toda la tarde, bajo las inclemencias del sol.
Una grotesca fotografía publicada en un periódico sensacionalista, que se tomó al encontrarse el cuerpo en el baldío del hospital, donde se exhibe el cadáver desfigurado y con los brazos alzados, como increpando al mundo con sus puños apretados y sucios, al ser colocado de espaldas, posición contraria a como se encontró. Los curiosos que se hallaban en el hospital para visita o acompañando un paciente, al darse cuenta y no tener que hacer más que horrorizarse con el espectáculo, que al poco tiempo se convirtió en una multitud de curiosos ávidos de espectáculo, que desfilo ante el cadáver durante más de tres horas que estuvo en exhibición, como si se tratara de una distracción de circo, ante los despojos de una bestia y no los de un ser humano.
En Las Labores Viejas, el encargado y su hijo fueron arrestados como sospechosos, siendo remitidos a la cárcel correccional, para ser sometidos a un interrogatorio más estrecho y así ampliar sus declaraciones.
La noticia de que había sido encontrado un niño muerto en terrenos cercanos al Río Santa Catarina, se corrió de boca en boca, y por medio de la radio, propagándose rápidamente entre los habitantes de los barrios del noreste de la ciudad. Eso y el reporte de personas extraviadas, por si había algún menor cuyas señas correspondieran con las del encontrado muerto, se trataría de localizar a sus familiares; inició un desfile de familiares de menores reportados como desaparecidos en las instalaciones del Servicio Secreto.
Veinte infantes que se habían reportado como perdidos a la policía en el transcurso de los últimos meses y de los cuales existían dudas sobre dónde se encontraban, o si podían haber sido también víctimas. Hijos que habían abandonado el hogar, como sucedía con regularidad, abandono de padres golpeadores que consideraban que había que corregir a los hijos a golpes; hijos que huían de casa por un afán ingenuo de aventuras, que huían de la escuela, o del trabajo; o los engañados y secuestrados por bandas de adultos, quienes se los llevaban a otra ciudad a vivir de la mendicidad. Muchas familias angustiadas, temiendo lo peor, acudieron al anfiteatro del Hospital Universitario para indagar el paradero de sus hijos, quienes esperaban que no fuera ese el niño.
Esto dio como resultado que poco después de las tres de la tarde se presentara el obrero Sebastián Avitia, pidiendo se le mostrara el cuerpo para ver si se trataba de su pequeño hijo, a quien había reportado como desaparecido desde el miércoles en la tarde, según la denuncia que fue presentada en el Servicio Secreto, cuando no fue a su casa a la hora de cenar, y por la mañana tampoco se presentó (el cuerpo fue encontrado el viernes).
Caminando en una fila los familiares tenían que desfilar sobre un escenario de horror, soportando la fetidez, para ver los cuerpos expuestos de varios cadáveres que ahí yacían para su identificación, en las posiciones extravagantes en que fueron depositados.
Sebastián se detuvo frente al cuerpo del niño. Al verlo en la plancha del anfiteatro, desfigurado, el cuerpo hinchado y amoratado, mostrando huesos del rostro que exponían una sonrisa siniestra en sus quijadas, como una máscara, sus manos crispadas y tendidas hacia él, su padre, como solicitando ayuda, sólo reconoció las humildes prendas que tenía el pequeño cuerpo: un pantalón azul de mezclilla, una playera blanca desgarrada, sin zapatos, corroboraron la terrible sospecha, el miedo, el horror, la impotencia de ver el cuerpo de su hijo… Se trataba de Hermilo, de escasos 10 años, tendido en la plancha de cemento. No pudiendo controlar el llanto y su dolor, profirió un inhumano alarido de dolor, un grito desgarrador; a punto de enloquecer, cayó de rodillas sin poder abrazar el cuerpo putrefacto de su hijo. Se reprochó encontrarlo en esa situación, como una pesadilla que recordaría toda su vida.
Cuando lograron calmarlo, proporcionó algunos datos a la policía: su hijo solía reunirse en los alrededores de la recientemente inaugurada Clínica 3 del Seguro Social, junto con varios chiquillos del barrio, a jugar y vender periódico, para ganarse unos centavos, como lo hacían cientos de niños en la ciudad; aquello formaba parte de su destino. Su padre había decidido que el pequeño trabajase también, todos eran buenos muchachos, no corría peligro en las viejas vías del Tren del Golfo, que se hallaban a un costado del lugar, y no se asoleaban mucho bajo la sombra del edificio. Era buen hijo, pero un poco rebelde en lo que respecta a estar en su casa. Claro, iba a la escuela en cuarto de primaria, no era un alumno aventajado en los cursos, pero con que supiera leer, escribir y hacer sumas, le bastaría para defenderse. Una fotografía que le habían tomado hacía poco para la escuela y que llevaba consigo su padre para identificarlo, lo mostraba como un chico con una mirada serena y una chispa de inteligencia.
Según su padre, fue probablemente asesinado durante las últimas horas de la tarde del miércoles, pues salió de su casa poco después de las dos a vender periódicos, como todos los días, y se encontró con el criminal poco después de las cinco, según pudo averiguar con sus amiguitos del rumbo. Cuando no llegó por la noche y no cenó, al pasar las horas fue reportado en la jefatura de policía como extraviado. Perdido como los niños de Peter Pan, no se volvió a saber de él hasta ese día.
Estas declaraciones robustecieron las primeras hipótesis fijadas desde el inicio de las investigaciones: tras ser asesinado, y en un afán de borrar toda huella del delito, el menor fue arrojado al canal donde lo encontraron.
Para seguir con las investigaciones, fue trasladado a su casa. Al llegar, la gente se extrañó de ver un carro de policía. Y de pronto, al auto ya lo iban correteando una multitud de chiquillos que ahí jugaban; estos eran tan numerosos, que los autos por las calles no podían ir más que al paso.
De todos modos, no hubiera podido ir más rápido, a causa del estado de las calles, que más parecía un mapa que señalaba el relieve topográfico. La calle estaba a varios centímetros por debajo de la base de las casas, no había banquetas, y solo algunas piedras servían como guía para atravesar los charcos que se formaban entre una y otra casa, por los pozos llenos de agua verdosa y pestilente.
Causaba asombro aquellas desigualdades del terreno y uno se preguntaba asimismo de dónde podían venir los enjambres de moscas que oscurecían el aire, y el extraño fétido olor que privaba la respiración, fantástica hediondez de todas las putrefacciones del mundo combinadas.
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