Monterrey.- Juan Gómez Reyna cayó en poder de la Policía Secreta esa noche, poco después de las nueve, en el vestíbulo del cine Escobedo, cuando abandonaba ese centro de espectáculos. Acompañado por un menor, se vio de pronto rodeado de policías. Les dijo que lo conocía desde hacía tiempo, que lo había traído de Saltillo, para que le ayudara.
No opuso resistencia. En el trayecto no dijeron nada los agentes; La Perica fue puesto en libertad en el mismo lugar, y en ese mismo momento se fue directo a avisar de su captura al barrio de la colonia Martínez. Dócilmente se dejó conducir a la jefatura. Incluso en el trayecto trató de bromear con los policías. Moreno, prieto, requemado por el sol, no terminaba de acomodarse en el asiento de la patrulla. Tenía treinta años, pero aparentaba menos. Exhibía cuello y mandíbula huesudos; unas mejillas hundidas y unos pómulos cadavéricos, con mirada penetrante, pero nunca veía a los ojos. De una estatura pequeña y más bien aniñada, como un adolescente. Les decía que seguramente lo habían confundido, que él no era ratero, ni mucho menos, que se dedicaba a soldador ambulante, un trabajo pobre, pero honesto.
Inmediatamente se envió por los testigos: el albañil, el comerciante ambulante y a tres menores, quienes vieron por última ver al pequeño Hermilo, cuando caminaba en compañía del asesino en el extremo oriente de la Calzada Madero, rumbo a la colonia Libertad. Con algunas dudas al principio, lo reconocieron con excepción de algunos detalles contradictorios, como la ropa que traía puesta y que no eran las mismas que llevaba el miércoles. Era sin duda el mismo sujeto que llevaba de la mano a su víctima.
Al iniciarse el interrogatorio al que fue sometido por el jefe de la Secreta, negó –con la seguridad que da la sangre fría, o la ignorancia de algún hecho–, tener intervención alguna en el caso. Pero al escuchar los gritos de otros detenidos, que estaban siendo sometidos a interrogatorio, entró en pánico. Y cuando ante él comparecieron los tres menores y lo señalaron, sin titubeos aceptó todo.
Confesó que efectivamente él acostumbraba, si no diariamente, sí de vez en cuando, llevarse consigo a chamacos que encontraba en la calle. Con lujo de detalles relató su proceder, y cómo había victimado a otros menores, tantos que había perdido la cuenta. Que el miércoles anterior se llevó a Hermilo con engaños, hasta el lugar donde pasó con él la noche del mismo día.
“Sí lo estrangulé… Entré en pánico, no gritó, no gimió, no forcejeó, no luchó”. Temía que me delatara, porque así se lo había dicho. “Arrojé el cadáver al carrizal, creyendo que nadie lo encontraría, pero fallé…” Así explicó brevemente la forma en que dio muerte a Hermilo. Siguió viviendo su vida a la caza de nuevas víctimas, asistiendo al cine para divagar, pero siempre atento para encontrar a otros jóvenes. “No sé leer, por eso no me di cuenta de que el cuerpo había sido descubierto… Seguí dedicado a mis actividades. Secuestré a varios menores. No puedo recordar cuántos, pero jamás maté a ninguno de ellos. Hermilo se hubiera también salvado como ellos, pero trató de burlarse de mí… por eso lo maté”.
Entre relato y relato de sus crímenes, dejaba escapar algunas frases para buscar comprensión o simpatía, queriendo hacer suponer a los policías que él también era una víctima del destino y de sus propios victimados, tratando de hacer una farsa, diciendo que no era más que un infeliz, que desde muy niño había quedado huérfano, y que la vida lo había tratado con toda crueldad.
“Se me pasó la mano, qué quiere usted, licenciado… –le confesó al fiscal– yo no pensaba matarlo”, dijo cuando le preguntaron cuál había sido el motivo para asesinar al niño. Durante treinta y cinco minutos el homicida dio muestras de arrepentimiento.
“Sí, yo lo maté… Trató de negarse a cumplir la promesa que me había hecho y yo intenté hacerla efectiva, le cogí del cuello y apreté con fuerza mis dedos. Su cuerpo estaba lacio y su cara amoratada. Le tomé en brazos, para llevarlo hasta muy cerca de una acequia que hay a un lado donde hay un carrizal, y arrojé su cuerpo al lugar, seguro de que nadie podía encontrarlo”.
Cuando terminó la diligencia, el procurador y el fiscal se trasladaron a la procuraduría, donde continuaron levantando las actas del caso, formuladas con las declaraciones rendidas por los menores, los cuales manifestaron al agente del ministerio público todo cuanto tenían qué decir, comprobando que Juan Gómez era el victimario de Hermilo, aparte de su propia confesión.
Ya era la mañana del día siguiente, cuando llegaron a bordo de dos carros patrullas, al Palacio de Gobierno, una multitud de unas trescientas personas, entre papeleritos, boleros, y vecinos del barrio donde vivía Hermilo. Se congregaba a las puertas creyendo que allí se conducía al asesino; trataron de amotinarse, pidiendo a gritos que soltaran al infanticida, para hacerse justicia popular. Los policías de guardia en el pórtico del Palacio, y los que conducían a los testigos, tuvieron dificultades para convencer a aquellas personas enardecidas de que no iba ahí el asesino. Mientras tanto, tuvo que ser introducido en el Palacio por la puerta que da a la calle Cinco de Mayo, escoltado por los agentes. Juan, temblando de miedo, suplicó que no lo dejaran solo.
Una vez adentro del local de la Procuraduría, y rendidas las declaraciones, de sus víctimas y testigos, se efectuaron ligeros careos entre él y ellos, en los cuales finalmente aceptaba toda la culpa que sobre él arrojaban sus acusadores.
Como a las once treinta, y con el fin de ver si no había olvidado los detalles del lugar de su crimen, fue conducido hasta la calle Ejido Oriente, a las puertas de los terrenos donde inmolara al menor. Se le dijo condujera a los agentes hasta el lugar preciso donde dejara el cuerpo. Ahí lo esperaba otro contingente de unos cien vecinos que exigían justicia y hacían intentos por amotinarse; estaban dispuestos a dar muerte por su propia mano. Fueron contenidos fácilmente y mantenidos a distancia con la presencia policiaca. “Suéltenmelo”, gritaba un hombre conteniendo su ira, enojado como un perro rabioso.
Con asombrosa precisión, condujo a los agentes de uno a otro punto, sin dejar de mostrar nerviosismo, volteando la vista a ambos lados, temeroso de la gente que antes había pedido que lo dejaran lincharlo. Fue explicando lo que había hecho en cada lugar, sin dudar ni un poco, hasta llegar al sitio donde fuera encontrado el cuerpo de Hermilo, dejando así plenamente convencidas a las autoridades de que él y nadie más había asesinado al menor.
La gente en las orillas del terreno ya formaba una multitud, y sus gritos de asesino, mátenlo, chacal, entréguenlo a la justicia del pueblo, se oían hasta donde estaban. Y un temblor de terror se apodero de Juan, que imploraba por la protección de la policía.
Una y otra vez dirigía la mirada hacia el carrizal y los límites del terreno, aquel donde se encontraba como buscando la salida, que seguramente ya había escogido de antemano, ya que conocía muy bien el lugar.
Apenas había terminado la diligencia judicial, cuando ordenó el agente del Ministerio Público que regresaran a los carros, adelantándose un tanto el Fiscal, el jefe del Servicio Secreto, junto con el secretario del Ministerio Público. Detrás caminaban el jefe de grupo y el criminal. Le dijo en voz baja, al escuchar los gritos de la multitud, que eso no era nada, que esperara a ver cómo lo iban a tratar cuando llegara al penal. Ahí no querían a los asesinos de niños; la única forma de salvarse era huir: Aún más asustado, casi llorando Juan le pidió que le diera permiso de hacer una necesidad fisiológica.
Apenas le había contestado que sí, cuando llegando al carrizal echó a correr, saltando por entre la maleza, mientras el agente le gritaba que no corriera; él ganaba terreno rumbo a la ansiada libertad, pensando que tal vez que si lograba llegar al otro lado del carrizal dejaría burlados a los custodios y a la justicia.
La versión del policía fue que se hallaba a unos veinticinco o treinta metros delante del jefe de grupo, cuando este le había seguido corriendo también, viendo que se le escapaba irremediablemente, desenfundo su pistola, y luego de hacer un disparo al aire, y ver que no se amedrentaba con eso, le hizo dos nuevos disparos, mismos que le hicieron rodar por tierra.
Uno de los proyectiles le dio en la espalda, y el otro en la nuca; el primero salió por el pecho y el segundo se quedó alojado en el cráneo. Llegaron hasta donde se hallaba caído y agonizante Juan Gómez, el Fiscal y el Jefe del Servicio Secreto le preguntaron al agente qué había pasado. Todo fue tan rápido, que apenas se dieron cuenta de lo que había sucedido. “Si no disparo se me escapa”, contestó el agente. Así le habían aplicado la ley fuga como castigo a su crimen.
El reportero de un periódico sensacionalista trató de encubrir este crimen policiaco, o justicia expedita, en su nota periodística, dijo:
Trataron de interrogar a Juan, pero no pudo articular palabra, sólo movía la cabeza y los miraba fijamente. Se hicieron desesperados esfuerzos por salvarle. Precipitadamente se le introdujo al carro patrulla número tres y con sirena abierta, se le condujo al Hospital Universitario. Vivía aún cuando se depositó en la guardia de ese centro médico, pero ya demasiado tarde para volverse a la vida. Murió sobre la mesa de operaciones de emergencia. Los cronómetros de los médicos marcaban exactamente las doce cuando el corazón se detuvo, treinta y ocho minutos antes, en punto de las once veintidós, se había desprendido del grupo que formaban policías secretos y agente de Ministerio Público, para emprender su frustrada escapatoria. Falleció pese a las atenciones médicas que le fueron prestadas, pues cuando se disponían a hacerle una transfusión sanguínea, aplicarle suero y colocarle un aparato de oxígeno, Juan Gómez dejó de existir.