CORONA240820201

El misterioso caso de la Biblioteca Nacional de Madrid
Eloy Garza González 

Monterrey.- Desde que estudié la maestría en Letras, en la UNAM, me aficioné a un libro: “La Celestina”. Esta hechicera tramposa, astuta y hablantina, me absorbió el seso y una buena cantidad de mis horas de sueño. La leí al menos siete veces. Tanta fue mi afición a esta vieja alcahueta, que me provocó un hecho fundamental en mi vida.

     Mi hermano Óscar Garza vivía con su familia en Alcalá de Henares, España. Tomé un vuelo y fui a saludarlo. Al día siguiente, en Madrid, cumplí mi plan secreto.

     Abordé el metro y caminé por Recoletos hasta la Biblioteca Nacional. En esa ocasión no me interesó repasar los libros ahí guardados. Ni los incunables. Ni las primeras ediciones. Mi propósito era otro.

     En el mostrador principal pregunté por un nombre: Joseph Snow, alias Juanito Nieves. Me apresuré por el pasillo. Ahí estaba el viejo, canoso y arrugado, los hombros caídos y la cara casi rozando el libro legendario. Le extendí mi mano.

— ¿Mister Snow? Soy Eloy Garza. Vengo desde México para conocerlo en persona.

     El hombre apenas levantó la vista. Sonrió. Al final, cedió a mis súplicas.

— En efecto — dijo en un español tropezante—. Soy Joseph Snow.

     Entonces pude contarle mi admiración incondicional: a México llegaron noticias de este profesor jubilado, estadounidense, que abandonó familia y amigos para instalarse solitario en un piso de Madrid. De lunes a sábado visitaba la Biblioteca Nacional para estudiar un solo libro: “La Celestina”.

     Cumplía riguroso su horario de lectura durante nueve horas continuas, sin interrupción. Así lo había hecho treinta y siete años seguidos sin faltar casi nunca a su cita.

     Comenzó su lectura en los años 70, sentado en el pupitre número 1. Cada vez que concluía la obra completa, se sentaba en el pupitre de al lado. Ahora estaba en el número 99. No dejaría de cumplir su labor hasta su muerte. O hasta llegar al pupitre número 432. Lo que sucediera primero.

— ¿Cuántas veces ha leído usted “La Celestina”, Eloy?

— Siete veces — le confesé.

— Pocas. En realidad siempre serán pocas. Este libro es inagotable. Siéntese en un pupitre y ejercite en silencio lo mismo que yo: lea.

     Pedí un ejemplar de bolsillo de “La Celestina” y me senté en el pupitre número 8, para obedecer las órdenes. Comencé a leer una vez más las palabras mágicas: “En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios...”

     Al término de la jornada, vi a lo lejos a Joseph Snow. Entregó su ejemplar de “La Celestina”, me dijo adiós y salió a la calle. No volví a verlo jamás.